Categorías: Opinión

Estremecedora involución

La Insoportable. Vivimos tiempos de crisis. No sólo económica, aunque ésta sea la más visible y preocupante para el conjunto de la opinión. Los fundamentos éticos de la civilización occidental se debilitan, sumiéndonos en un marasmo de decadencia moral de inquietante evolución. Hubo un tiempo en que la pobreza era un factor de degradación o sinónimo de delincuencia; y en el que la sed de venganza suplantaba a la justicia. Afortunadamente, un proceso de modelación de valores sociales, inspirado en el reconocimiento de la dignidad como condición consustancial del ser humano, logró que la sociedad superara el horror, para instalarse en la cultura de la comprensión, la solidaridad y el perdón como elementos vertebradotes de la convivencia. Por eso producen pavor los síntomas de involución.
Cada vez más frecuentes. El discurso feroz que promulga un endurecimiento generalizado de las penas como método de reeducación, se impone a pasos agigantados en nuestra sociedad, hasta el extremo de haber sido interiorizado por un partido político que representa a la mayoría de los ciudadanos. Vuelta a la cadena perpetua (muy propia de edad media). Voces clamando por la pena de muerte (según encuestas difundidas recientemente en torno al veinte por ciento). No está muy lejos el momento en que comience a reivindicarse la ley del talión o el linchamiento. Estremecedor.  Nada ni nadie parece quedar a salvo de esta infernal trituradora del alma. Con motivo de un debate sobre la sentencia de un caso muy de actualidad, un medio de comunicación informaba sobre los datos obtenidos en un estudio de opinión al respecto. El ochenta y cinco por ciento de la población está a favor de cambiar la ley del menor. Radicalmente inexplicable. ¿Cuántas de las personas encuestadas conocen una norma técnicamente muy compleja como esta? Ninguna. ¿Cómo pueden opinar tan frívolamente de una ley que regula algo tan delicado como el tratamiento de la delincuencia en edades tempranas? No importa. Lo que se pretende es exaltar el ensañamiento como pauta universal de represalia. Siempre más. Es como si la crueldad hacia el prójimo fuera capaz de sublimar la frustración individual fraguada en un estado de permanente insatisfacción.
Por todo lo expuesto, resulta especialmente repugnante la nueva cacería iniciada por las autoridades locales contra los menores extranjeros no acompañados que viven en nuestra Ciudad. Esta ofensiva, jaleada efusivamente desde variopintas perspectivas, encuentra su motivación en el odio elevado a la categoría de argumento. Sólo así se puede entender que se despoje a estas personas de su dignidad, se les atribuya una naturaleza estrictamente grupal y una vez cosificado el grupo (mecanismo psicológico que permite la condena sin remordimiento), se les pueda denigrar y expulsar conservando intacta la serenidad de espíritu. Dicen quienes nos gobiernan, para enmascarar su inquina y hacerse con el favor popular, que los menores extranjeros incrementan la inseguridad ciudadana. No se apoyan en ningún dato objetivo. Pero no importa, “tienen muy mala pinta” y “asustan”. Regreso al pasado más lúgubre equiparando pobreza y delincuencia. Es preciso articular una movilización intelectual para contrarrestar este vendaval de la crueldad. Reivindicando con firmeza los valores que han hecho grande nuestra civilización. Los menores, sin excepción, son intrínsecos demandantes de comprensión y ayuda.
Siempre he admirado a los emigrantes. Son ejemplo de valor y superación. No es fácil abandonar el entorno afectivo que imprime sentido a la vida para adentrarse en un mundo de incertidumbre y adversidad. La condición de menor refuerza ese sentimiento de profunda admiración. Produce escalofríos imaginar la dura existencia que sufren estos jóvenes, desprovistos desde su nacimiento de todo aquello que nosotros deseamos y procuramos para nuestros hijos. Su forma de vida es la hostilidad. Los que osan desafiar la miseria (no sólo material) merecen nuestro respeto, consideración y solidaridad. Sin reservas. Debemos sentirnos honrados con la posibilidad de contribuir a hacer un mundo mejor dignificando la vida de las personas. Más allá de su partida de nacimiento. También es conveniente dejar patente un mensaje dirigido a quienes conciben las relaciones humanas desde una mezquina hoja de cálculo: no hay un euro mejor gastado que aquel que se invierte en proteger y educar a un menor. Sin mirar nada más que su corazón.

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