Hay actos injustos en si mismos, por mucho que exista una legislación que los ampara. Poner pegas y llegar a detener a una mujer en El Tarajal, con dieciséis quilos de verdura y un exceso de seis en el carro, refleja ese rigor con los humildes que aplica el Estado, que se hace el sueco por otra parte con el tráfico de armas destinadas a las guerras de oriente.
Aquí se trata de “estraperlo”, un nombre que viene de las ruletas trucadas durante La República, y que se prolongó en el franquismo alongado, cuando se le endosaba a la Guardia Civil -como ahora- la persecución fiscal del tráfico al por menor, con media España o más necesitada de evadir no los impuestos sino la pobreza. El estraperlo no es un indicativo de delitos individuales sino un síntoma de desigualdad, con el pícaro comiendo las uvas de a dos, y los lobbies de cien en cien.
Pongámonos ahora en la piel del guardia, con una normativa nacida en los despachos, yerma en empatía como todo texto legal. Y tenemos al agente perplejo ante el carro con seis kilos de más y una mujer indignada que, en su desesperación, cruza ese límite que los guardias llevan bordado en los uniformes. El conflicto está servido desde lejos, pero sufrido en el ojo de la aguja de El Tarajal, donde acaban pasando con igual angostura las señoras con carrito y los camellos.
Qué quieren que les diga…no estamos aquí frente al tráfico de personas, ni de armas, ni de sustancias psicotrópicas, que operan con otro margen y contabilidad. Aquí estamos en medio de una geografía paradójica, con una ciudad repleta de funcionarios, a un lado, y las huertas al otro lado de la frontera o del mar.
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