No se sabe más que su nombre en clave, que por supuesto es ruso, y que estaba infiltrado como un anestésico en los dolores más punzantes de un artrítico. Más allá de eso solo nos ha llegado su cara de ojos asustados y unos pocos apuntes de cómo ha sido su vida, mediatizado todo por la prensa más conservadora.
Las presunciones, ya saben, no dan para mucho. De lo qué ha hecho o por qué, se desconoce o no se dice cómo quién va a ganar Gran Hermano o por qué el amor se confunde con el intercambio carnal gracias a la ingesta de líquidos espirituosos. Lo que seguro les digo- desde ya- es que no ejerce la docencia, porque no hay espía que no la doble en el infierno de un instituto de secundaria. No son malos los críos, sino zombis al uso que diluyen todo lo que tocan como las ganas, la alegría, el entusiasmo y hasta la vida. No tiene riesgo ser espía, ni aunque seas ruso, ni infiltrarte en la Barcelona post apocalíptica que nos vendían los informativos, sino mamarla en clases con 40 hormonados, de los cuales 15 tienen necesidades especiales, más un refugiado de un centro de acogida de la Junta y los demás, unos con otros, enfrentados por cualquier fruslería. No quiero minimizar ni adoquines, ni lanzamientos, ni protestas, ni gente empujando, pero pónganse en una escalera cercana a la salida al recreo con trescientos o más revueltos adolescentes trotando en marras, interponiéndote- aún sin querer- entre su asueto, para que entiendan con prontitud que ser espía está muy bien, mucho mejor que profe de secundaria.
No hablemos de las agresiones, de aguantarnos a los papás y las mamás, del menosprecio a la educación como clave de todas las relaciones y la poca importancia que se le da a los estudios como camino para conseguir la meta de la estabilidad laboral. No. Hablemos del día a día, de infiltrarte en la vida de gente que se está haciendo a hormonas, punzante y jodida carne joven de hamburguesería que envidiamos los que tenemos 50 y nos pesan en las lumbares. Con esos ojos tan ávidos de vivir que no reparan en quedarse tuertos porque van desarmados y en paños menores, a pecho descubierto y con un chícharo en el cerebro. Es una gran responsabilidad ser docente, un malestar atemporal que se repite como el martirio de Tántalo. No entiendo bien cómo lo han escogido, quizás pensando que peor es trabajar para la inteligencia rusa, que te descubran y salga tu jeta en primera plana de un periódico de derechas.
Ya no hay espías al modo de James Bond, tampoco al modo anglo de películas con trama infinita y final insospechado como los cursos de secundaria en los que hay dolor, amor, celos y poca gloria escénica entre protagonistas rebosantes de acné y realitys imaginarios. No ayuda mucho internet más que a hacer la puñeta. Nunca hemos sido muy de mandar mensajitos de autoestima o para ayudar en las lecciones, sino de usar wassap para jorobarnos los padres a mensajes o preguntar las tareas de los niños. Estamos en decadencia como los viejos espías que surgieron del frío, desdentados y ciegos porque no sabían usar el Edo Tensei de Orochimaru.
Ahora las guerras se hacen en casas de 20 metros con ancianos abandonados por la Gran Economía que no tiene cara sino divisas y cuadros incunables escondidos en barrigas metálicas de contendores de paraísos fiscales.
Hemos perdido la chicha, sin que nos llegara la dicha, porque nos hemos hecho tan viejos como el tiempo y aun queremos cabecear, danzar con la más guapa y reírnos con el nuevo, que ha llegado tan resistente y ufano como sus quince años.
Nunca volveremos a navegar esas aguas, ni a correr para llegar al recreo de piedra y asfalto, de gente tan necia como nosotros mismos, tan felices como nunca lo fuimos , porque nacimos arrugados, para morir niños de eskay profundo, germinado de orines, con sueños intangibles velados por auxiliares- casi adolescentes- que nos mullirán las penas, entre asfaltos y piedras.
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