No sé lo que ocurrirá por otras zonas de la ciudad, pero en ésta - donde vivo - las aceras están muy frecuentadas por madres y padres jóvenes con uno o más niños pequeñitos que van muy abrigados y muy bien acondicionados en sus cochecitos, en estos días fríos del Invierno. Sólo se ven sus ojos y, si no van dormidos, estos muestran una gran curiosidad por lo que ocurre a su alrededor. Parece como si quisieran fijar en su memoria las imágenes que sus ojos alcanzan a ver. No dicen nada porque todavía no han aprendido a hablar pero con uno de sus dedos señalan aquello que les llama la atención. Ellos han empezado a descubrir el mundo, aunque sea de forma muy rudimentaria, y sorprende la rapidez con la que algunas cosas, o detalles de su entorno, pasan a ocupar una situación preferente. Saben como pedir lo que necesitan o les gusta.
En estos dos últimos días, miércoles y jueves de esta misma semana, he tenido la suerte de conocer dos detalles nuevos relacionados con esa cualidad de hablar con los ojos. La primera de ellas fue en un hospital donde un matrimonio joven iban a pedir hora para visitar a un determinado médico. Llevaban un cochecito doble con dos niños gemelos, varones los dos, y me dispuse a entablar "conversación" con ellos. Yo les hablaba y los dos se comportaban como si fueran una sola persona. Si sus rasgos físicos eran idénticos no lo eran menos sus pequeños gestos. Había un algo en sus miradas que llegaban al alma; se sentían a gusto con las carantoñas que les hacía y se movían al unísono, como si los dos hubieran entendido - a su manera - el gesto cariñoso de mis manos y la voz con la que lo acompañaba. Me recordaban a mis hijos.
El segundo caso ocurrió en la calle a primera hora de la tarde que estaba bastante fría y obligaba a caminar lo más ligero que a uno le permitía su mucha edad. En la misma acera y de vuelta encontrada conmigo venía un matrimonio bastante joven que también caminaba aprisa. Él empujaba el carrito donde una pequeña criatura no asomaba más que la nariz. Iban contentos y hablando entre ellos de sus cosas. Al estar cerca de mí, la madre - muy joven - me miró afectuosamente ya que en sus ojos mostraba la satisfacción que sentía por el gesto amable que yo había hecho hacia la escena que ellos protagonizaban con su niño, bien arropado en el carrito. Era lo más que se podía hacer en esas condiciones de prisa, por parte de ellos, y de un aire que sin ser fuerte era bastante frío. Su mirada me recordó la de mi mujer, cuando alguien alababa a cualquiera de nuestros hijos cuando eran de la edad de ese que acaba de pasar junto a mí.
Los ojos humanos te hablan cuando las palabras no pueden ser pronunciadas por alguna razón de las antes dichas o por otras causas, como la enfermedad que sume al enfermo en condiciones sumamente precarias. Las dos escenas que he relatado me han hecho pensar en el cariño con el que el enfermo, que sabe de la gravedad de su enfermedad, te agradece con un gesto de su alma el inmenso cariño que por él sientes. No se dicen palabras pero las miradas de uno y otro lo dicen todo. Es un lenguaje especial en el que los ojos expresan una infinita ternura y suplen con ventaja - a mi entender - a las palabras. Hoy es el cuarto aniversario del fallecimiento de mi hijo mayor y vuelvo a recordar todo lo que en su mirada había al final de sus días: el gran cariño de toda una vida generosa.
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