Categorías: Opinión

Eso de la interculturalidad

Esta ciudad comienza a ser muy (bastante) cansina si se camina sobre determinados charcos. Deambulamos día tras día con nuestro arsenal de tópicos a la espalda, nuestros sonrojantes niveles de desempleo y los escenarios ficticios que hemos erigido a golpe de autoengaño. Ya saben, la teoría malévola de Goebels: un bulo sembrado y mil veces regado acaba echando raíces y florece un día como aparente verdad. De esto último, reconozco, no soporto el mil y una veces cacareado lema de la interculturalidad, del paraíso de la envidiable convivencia, del modelo de tolerancia con cimientos tan profundos que debería extrapolarse al resto del planeta. Me chirría no porque no secunde los buenos propósitos y el trasfondo loable de ese latiguillo que adorna discursos oficiales y colorea eslóganes turísticos, sino porque trasladado a la realidad, al día a día, es por desgracia lo más semejante a un fugaz castillo de fuegos de artificio.
José Chamizo, el ahora destronado Defensor del Pueblo Andaluz, reprodujo hace unas semanas en las páginas de este diario el argumento que ya deslizó hace años en una conferencia pronunciada en Ceuta: aquí no hay interculturalidad (mescolanza, vasos comunicantes entre diferentes culturas, conocimiento y asimilación del diferente como fragmento de un todo social) sino multiculturalidad, la mera suma de ciudadanos que interpretan la vida de una forma más o menos análoga y que rezan, o no, mirando hacia distintos puntos cardinales. Entre un prefijo y otro dista un abismo: el primero es lo que desde hace décadas intentan vendernos y el segundo se acerca más a la cruda realidad.
Ejemplos, todos los que quieran y más. Alguien me preguntaba el otro día en pleno Paseo del Revellín por qué habíamos dedicado en este diario dos páginas a la Jutma, un acto de marcado carácter religioso protagonizado el pasado sábado por “los otros”, como definió a una población, la musulmana, que casi roza el 50 por ciento del censo. Al susodicho, con su carrera universitaria y su puesto fijo en la Administración, no le extraña sin embargo que el despliegue de papel tenga como protagonista a San Antonio o a la Virgen de África – “los nuestros”, en contraposición a su catálogo de etiquetas– pero le molesta  tener que compartir su monopolio informativo. En el otro extremo, jóvenes que apedrean a agentes en el Príncipe como diversión porque son “la Policía de los españoles” (¿?) o ese comunicado sin sentido de la rama juvenil de Caballas que intuye un trasfondo casi sospechoso en la coincidencia de la Semana de la Juventud con el Ramadán.  
Creamos un premio que bautizamos como Convivencia y nos hemos inventado una fundación Crisol de Culturas. Precioso, muy de celofán, pero que levante la mano quien de verdad sienta un mínimo de interés por lo que se cuece en la otra mitad de la ciudad que le es ajena. En esta Ceuta de la supuesta interculturalidad jugamos tan sólo a soportarnos, a rozarnos lo menos posible y a ver pasar los días confiando en que el otro no moleste. Fiestas de unos y de otros, barrios de mayoría de unos y barrios de mayoría de otros. Ceutíes de confesión cristiana que no han pisado jamás una mezquita y musulmanes que no saben qué gaitas es un palio. Gente de un lado que mira con recelo a musulmanes sentados en los escaños de la Asamblea y gente del otro predispuesta siempre a tacharte de racista y xenófobo al primer suspiro, sea porque les deniegan una subvención o porque no les cediste el paso en un cruce.
Esta Ceuta que tanto podría dar presume de lo que peca. Volveremos a montar stands en los que alardear de ciudad intercultural y mientras tanto yo, cuando en una entrevista de trabajo en la península vuelvan a preguntarme por qué puñetas un ceutí no habla árabe, cerrándome así puertas en el mercado laboral, seguiré sin saber qué contestar.

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