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“Era saltar o que me cogieran”

Las balsas playeras se han convertido en el método usado por la práctica totalidad de inmigrantes para alcanzar el sueño europeo. Es el método más arriesgado pero, a su vez, el más explotado. Atrás queda la valla. Esos más de ocho kilómetros de perímetro fronterizo que serpentean una orografía complicada. Una valla millonaria, en la que Europa ha invertido todos sus esfuerzos económicos para convertirla en el muro infranqueable para los africanos. Esa valla fue la que se topó Levis Collins, camerunés de 24 años, que se ha convertido en el primer subsahariano que entra en Ceuta en este 2013 saltando la doble valla. El primero en este año y también el primero desde hace bastantes meses que se atreve a vencer el complicado entramado de cámaras, sensores, garitas y concertinas.
La noche que Levis Collins saltó la valla hacía mucho frío. Las alarmas del perímetro saltaron alocadas, así que la Benemérita ni supo de su entrada hasta que la Policía Nacional les informó de que hasta la Jefatura Superior había llegado un camerunés con pequeños cortes en su mano, ahora ya transformados en cicatrices. Levis recuerda que cuando vio ante sí el vallado, en el lado fronterizo de Beliones, sólo pensó en saltar. “Era jugárselo todo, saltar o que me cogieran”, recuerda. ¿Miedo?, “cuando llegas hasta este estado ya no hay miedo a nada”, apunta. Saltó una de las vallas y escuchó un ‘amigo’ que salía de las bocas de unos agentes marroquíes que lo habían visto. Corrió, saltó la segunda valla y entró en Ceuta, adentrándose en el monte. Ya en la carretera un hombre le vio, comprobó sus heridas y llamó a una ambulancia que acudió junto a un zeta policial.
Aquí terminó la historia de Levis. Atrás quedó la de un amigo que no pudo saltar y que quedó en zona marroquí. Nada sabe de él, sospecha que habrá sido devuelto hasta tierras argelinas. Él ahora está en el CETI, se encuentra bien, tranquilo, esperanzado... liberado. “Cuando supe que estaba en Ceuta me sentí liberado, como evadido de una prisión”, indica. Esa madrugada de lluvia y viento le acompañó en esta su última estación. Atrás queda un periplo marcado por las guerras, la evasión y la mala suerte. Levis, camerunés de habla francófona, nunca conoció a su padre. Su madre le contó que falleció cuando era demasiado pequeño. Su vida era relativamente normal. Pudo hacer estudios primarios y secundarios y aprendió un oficio, el de serigrafía. Estando en casa de un amigo preparando un examen supo del fallecimiento de su madre y de sus dos únicas hermanas, de 14 y 16 años. “Me dijeron que habían muerto en un accidente, que se había producido un incendio en casa”, recuerda. Cuando Levis regresó al hogar se topó con una vivienda en buen estado, no estaba carbonizada como le habían contado. “Siempre sospeché que había pasado otra cosa”, recuerda.  Su madre había heredado unos terrenos en una zona rica en petróleo. Eso le hizo tener problemas con el jefe del poblado, Levis siempre sospechó que el llamado accidente de su familia tuvo que ver, en el fondo, con este hecho.  El miedo le hizo dejar su hogar y marchar a casa de un amigo. Tan sólo dos meses después sufrió un apuñalamiento que le dejó más de sesenta días en el hospital. Tuvo que abandonar sus estudios y escapar. Siendo el único heredero del terreno pensó que lo sufrido era una especie de aviso.
Ahí empezó su periplo. “No pensaba marchar a Europa, solo escapar de allí”. Fue a Costa de Marfil en donde estuvo dos años trabajando. La guerra le hizo marchar de nuevo, esta vez dirección a Mali.
Allí permaneció otros dos años más. La idea de la inmigración no había aflorado en su cabeza, su vida era llevada más bien por la huida de conflictos. Un musulmán maliense le acogió en su casa. Levis le ayudaba en el campo y éste le permitía vivir, alimentarse, tener un hogar.
De nuevo la guerra le hizo marchar de Mali, uniéndose a las caravanas de subsaharianos que iban en dirección a Argelia. Allí vivió sus tiempos más duros, viéndose obligado a hacer trabajos complejos, sin ser libre para pasearse por las calles. Esa situación de presión le hizo marchar a Marruecos, “porque había escuchado que ahí era más fácil sobrevivir”. Se topó con una situación igual de dura, en la que había que rezar a Dios para poder comer y vivir oculto para que la Policía marroquí no le detuviera y le expulsara a tierras argelinas. Levis estuvo varios meses jugando al juego del ‘gato y el ratón’ con la Policía, durmiendo en la estación de Fez junto a más subsaharianos. Hasta en cinco ocasiones perdió la jugada siendo expulsado a Argelia, y las mismas veces volvió a intentar ganarla. Allí, en Fez, fue donde escuchó hablar de Ceuta.  Cinco de los subsaharianos dijeron de marchar hacia el monte y él les siguió. Ahora sí, ahora era un inmigrante más.
Levis cuenta cómo fueron esas semanas andando “porque no podíamos coger un autobús para así evitar a la Policía”. Fueron directamente a Castillejos, al pequeño monte, en donde permanecieron dos meses y medio conviviendo con otros cuarenta compatriotas más de distintos clanes.
¿Que si quiso entrar a nado? No es que quiso, es que lo intentó hasta en cinco ocasiones. Al menos son las que recuerda, esas noches en las que, junto al resto, descendía hacia el espigón del Tarajal confiando en que, en cualquier momento, los agentes que blindan el espigón se despistaran, bajaran la guardia y encontraran así la rendija hacia su libertad. Pero cada noche era un imposible. “Durante todo el mes de diciembre hice varias tentativas”, apunta Levis.
Cansado de esperar, emprendió viaje junto a un amigo hacia el gran bosque, el situado en Beliones. Fue una semana dura de camino que terminó con ella, con la gran valla en medio del camino. Allí, elevada, blindada, controlada se plantaba en un periplo que estaba dejándole exhausto. Ahí perdió a su amigo, ahí no lo dudó ni un momento, ahí corrió, saltó, dejó parte de su chaqueta entre las concertinas y huyó.
Ahora es uno más en el CETI, uno de esos 387 inmigrantes que habitan los módulos del Jaral esperando su oportunidad. Atrás deja una vida marcada por pérdidas, por persecuciones sobrevenidas, por guerras. Sus manos, aún con cicatrices, arrastran esa marcas. Ahora quiere tener su oportunidad. Sabe trabajar. Y quiere.

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