Opinión

Envejecer a los 50

Desde que tengo memoria la relación con mi madre fue enfermiza. La quería tanto que tardé en empezar a andar para permanecer en sus brazos, tardé en empezar a comer solo para que ella me diera la comida cantándome canciones y contándome cuentos mientras la cuchara simulaba aviones que venían continuamente. También tardé en escribir para que ella guiara mis manos en la libreta de caligrafía de Rubio mientras colocaba el lápiz en mi puño, entre los dedos desordenados. Tardé en dormir solo pues ella espantaba a los monstruos imaginarios que se escondían debajo de la cama.

Cuando llegué a la guardería lloré su ausencia con una pena que hacía llorar a mis compañeros de clase; no había consuelo aunque las profesoras me decían de todo hasta que venía mi madre.

Ya en el cole sentía una opresión de abandono cuando me dejaba en la puerta más repeinado que nadie, con la ropa y los zapatos impolutos...pero mis ojos contenían la angustia de enfrentarme a un territorio comanche.

Ya en el instituto tuvo que llevar mi adolescencia de los 15 años con una ternura que te catapultaba al ánimo desde la derrota.

Cuando marché a estudiar a la universidad, hablar con ella por teléfono era un bálsamo. Esperaba en la cola de las antiguas cabinas  con las monedas que iba recogiendo durante la semana.

Con 24 años encontré trabajo lejos de casa. La primera vez, y otras muchas veces me acompañaba a la estación de autobuses y siempre terminaba diciéndome ¡ Llámame cuando llegues! No dejes de llamarme, la mamá siempre está  aquí.

Ahora, a mis 60 años y a sus 86 sigo viéndola con todas las emociones desbordadas, con la deuda impagable de lo que me dio a cambio de nada.

Intento volver a ser el niño que ella cuidaba, pero ahora me toca a mí, ahora sigo sus torpes pasos, sus labios temblorosos, su memoria esquiva, su temor a la muerte. La sujeto a mis brazos para que sienta mi fuerza, mi firmeza, el calor que nos arropa en el frío del verano porque hay fríos que no van con las temperaturas de las estaciones.

Quiero envejecer con ella, besar su piel trémula, acariciarla mientras le digo que yo espantaré a sus fantasmas, disimular cuando se pierde en los días confundiendo la tarde con la noche, cuando le pasas la servilleta mientras come sin que ella se de cuenta, cuando no puede dormir y te sientas a su lado sin tiempo y sin prisas.

Quiero parar el reloj, quiero regresarla a su eterna juventud en la que siempre pensé, quiero esconderla de la muerte que la veo rondar a pasos sigilosos pero constantes.

Tendré que comenzar de nuevo a andar, a escribir, a comer, a estudiar, a defenderme; y ella no estará, aunque la llame por teléfono, aunque le remita una carta que no tendrá respuesta. No me acompañará a la estación ni me podrá hacer fuerte.  La primavera volverá de nuevo, pero sus flores serán artificiales.

Desde este CAÑONAZO quiero romper la barrera del sonido para recordar a los ancianos aparcados, rezando para que llegue una pandemia que les cierre los ojos definitivamente.

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