La apabullante hegemonía del pensamiento neoliberal, que sitúa la economía como el eje sobre el que gira toda la vida, ha transformado radicalmente todos los órdenes de la actividad humana. La educación ha sido una de sus principales víctimas. Siguiendo de manera implacable las axiomáticas reglas del mercado, la educación se ha convertido en un mecanismo de fabricación de piezas para el sistema productivo. Se le exige a la escuela que instruya empleados eficaces y consumidores voraces que permitan sostener el infernal ritmo de producción y esquilmación de recursos para incrementar los rendimientos del capital hasta el infinito. La escuela ya no se ocupa de formar personas sino agentes productivos obedientes y flexibles. Para ello, los valores imperantes son el individualismo, la competitividad y la codicia. Todo lo demás debe pasar a un segundo plano. Ante todo, y por encima de todo, la rentabilidad económica. La educación se ha mercantilizado. Ahora es (y así se la trata) una mercancía más.
Este hecho, de una relevancia trascendental, y que pasa excesivamente desapercibido en el conjunto de una comunidad educativa, cada vez más resignada, acarrea unas consecuencias en la práctica que suponen una dramática desnaturalización de la función docente.
Si la educación es una mercancía, la escuela debe funcionar como una empresa. Es la lógica del mercado. Así piensan los abundantes generadores del pensamiento neoliberal quienes, reunidos en órganos variopintos creados a tal efecto, van marcando las pautas a los Gobiernos de los países de nuestro entorno (independientemente de su ideología) para que queden plasmadas en las normas que regulan todo lo que sucede en los centros educativos. Las premisas básicas que informan esta metodología (empresarial) son perseguir el máximo rendimiento y la permanente evaluación de las tareas.
"La consecuencia más letal de este modo de entender la enseñanza es la desmedida proliferación de documentación administrativa. El Ministerio de Educación se ocupa poco, o muy poco, de fomentar la innovación pedagógica, de proteger la autonomía del profesorado y de estimular la creatividad. Sin embargo, es una máquina portentosa de poner en marcha procedimientos administrativos tan prolijos como innecesarios"
La consecuencia más letal de este modo de entender la enseñanza es la desmedida proliferación de documentación administrativa. El Ministerio de Educación se ocupa poco, o muy poco, de fomentar la innovación pedagógica, de proteger la autonomía del profesorado y de estimular la creatividad. Sin embargo, es una máquina portentosa de poner en marcha procedimientos administrativos tan prolijos como innecesarios. El ambiente que rodea al profesorado no está configurado por conceptos, elementos y debates pedagógicos sino por protocolos, memorias, informes, resoluciones, y demás artilugios burocráticos. Cada intervención educativa, por simple que sea, debe venir precedida del correspondiente entramado documental y coronada por otra catarata de papeles, que conforman un “magnífico” expediente. Que, por cierto, nadie lee. Y lo que es peor, carece por completo de utilidad porque no tiene consecuencia alguna.
Esto sucede porque se despoja a la educación de su primigenio valor, e incluso podríamos decir de su propia razón de ser. Los conceptos “rendimiento” y “evaluación” en nuestra actividad son absolutamente diferentes a lo que se puedan aplicar en cualquier otra. La docencia se ejerce entre personas y en el ámbito más sensible y esotérico de cuantos se puedan imaginar: el intelecto de cada cual. Carece por completo de sentido pretender encuadrar en parámetros prestablecidos el proceso de aprendizaje de una persona hasta el extremo de poder cuantificarlo con la precisión suficiente para extraer conclusiones. Sobre un alumno que acumule diez suspensos se ha podido llevar a cabo una tarea prodigiosa y es posible que su rendimiento haya sido óptimo. Esto es difícil de entender y digerir para quienes siempre ven y tratan con números, y nunca con personas.
Lo que realmente se consigue con este baldío intento de cuantificar y cuadricular la enseñanza es agotar psicológicamente a los docentes. Todo el mundo destaca la importancia del profesorado en la mejora de la calidad de la enseñanza; pero esta proposición (universalmente aceptada) nunca se traduce en nada práctico. Más bien todo lo contrario. Para que se produzca un cambio profundo y positivo en la dirección de buscar la mejora de la calidad educativa, una de las medidas más importantes es devolver al profesorado su autoridad. Peo no nos referimos a la autoridad mal entendida en el sentido disciplinario del término; sino en su significado pedagógico. El sistema tiene que confiar en la autoridad del profesorado para encontrar las claves correctas de los procesos de aprendizaje en los que interviene de manera directa. Una clase es hermosa si se convierte en un espacio entusiasta de comunicación e interacción en el que cada profesor o profesora es capaz de motivar, ilusionar y potenciar la creatividad y las ansias de saber de cada alumno o alumna. Es la magia de la educación. Pero para que esto sea así, es preciso liberarlo de otras tareas tan pesadas como tediosas y ridículas que solo provocan desazón, estrés y fatiga. Los profesoras y profesoras no pueden estar todo el día rellenando papeles. Es disuasorio y frustrante. Tienen que estar todo el día ideando cómo dar sus clases de la manera más amena, atractiva y estimulante posible. Desde la tranquilidad, y teniendo la seguridad de que se confía en su trabajo… aunque se cometan errores. No se puede enseñar con un ojo puesto en los papeles y otro en los mecanismos de fiscalización… por si acaso. El conjunto de la sociedad debe entender que un docente no puede desempeñar bien su labor mientras está enterrado en papeles defendiéndose la burocracia.
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