La necesidad de cuidar de la familia y la importancia de tener unos estudios con los que labrarse un futuro son dos de las enseñanzas que han quedado grabadas a fuego en las ramas descendientes del árbol genealógico de Ina Traverso (Ceuta, 1935-2023).
“Ha sido una persona que no le ha gustado molestar a nadie y no ha querido depender de nadie hasta sus 88”, recuerdan sobre su carácter independiente.
La última vez que entró en quirófano se despidió de todos, sabía que podía “no salir”: “Conservad las fotos, cuidad mucho a vuestras mujeres y a vuestros hijos y que sigan estudiando […] a mí ya no me vais a ver más”.
Amante, estricta y detallista, su historia es la historia de Ceuta, pues ella inauguró con su hijo José Ignacio los partos en la Cruz Roja de la ciudad.
A su primogénito le puso de primer nombre el de su marido, José, pero también el suyo, Ignacia; aunque todo el mundo la conocía como Ina, “igual que el ‘Fino’”, matizan sus hijos con cariño.
Después vinieron cuatro alumbramientos más, el de Enrique, el de Francisco Javier*, el de Julito y, finalmente, el de María; que tal y como bromean entre ellos, libró a la familia de “tener un equipo de fútbol”.
Casi emulaba la animada casa en la que había crecido, aunque en su caso compartía el calor del hogar con cuatro mujeres: sus hermanas, Mari (María), Baldo (Baldomera) y Afri (África) y su madre, María, quien a pesar de haber nacido en Almería se había casado con Diego, el mecánico del que se convertiría en un conocido taller ceutí.
Para Ina sus hijos fueron lo primero. Mientras su esposo trabajaba en el banco por las mañanas y en diversas tareas por las tardes, ella “se echó la casa a la espalda”. En aquel entonces vivía en Ramón y Cajal, aunque posteriormente se mudaría a González de la Vega.
En aquella época “subía y bajaba la cuesta de la playa del Sarchal dos veces al día con todos los enseres” para entretener a los niños. A ellos nunca les faltaba nada.
Sabía que una correcta alimentación era fundamental para sus pequeños, por lo que no tenía reparo en perseguirlos hasta el fin del mundo para darles de comer.
“Cuando salíamos a la calle a jugar venía ella con un huevo batido con vino dulce, que tenía muchas proteínas, y hasta que no nos lo terminábamos no paraba”, rememora (ahora entre risas) su primogénito, quien también vivió similares episodios con “un zumo de tomate que era una cuarta”.
Ya con 14 años hacía lo mismo cuando volvía del instituto nocturno: “Salía y tenía preparado un platito con una tortilla, con servilleta para que no se enfriase…”. Ella era todo detalles y tanto José Ignacio como sus hermanos guardan de Ina “un cariñoso recuerdo”. “Era una buena madre”, coinciden.
Cambiaba de tercio, eso sí, cuando tocaba hablar de la educación de su prole. “Era estricta con los estudios y siempre estuvo pendiente” de que sus hijos se sacasen una carrera, una insistencia que trasladó también a sus nietos y que a día de hoy todos ellos agradecen.
No siempre lo tuvo fácil. Pero siempre supo “vivir bien”. Incluso cuando se divorció. Sus hijos eran adultos y ella se buscó una casa en La Marina desde la que mirar el mar. Con dos de sus hermanas viviendo en Santander, Ina tuvo en África un importante apoyo.
Sin embargo, el pronto fallecimiento de Francisco Javier a causa de una enfermedad y de su querida Afri hicieron mella en su humor y su salud. “Eso la marcó”.
Con varias intervenciones médicas detrás, Ina siempre se mostró agradecida del cariño que le brindaron durante su tiempo convaleciente, tanto su familia como sus amigos y el personal sanitario que se encargó de ella.
“Nosotros también queremos darles las gracias a médicos y enfermeras, especialmente a Antonio Valencia, que le hizo algunas curas”, detallan desde su familia emocionados.
Ahora es su turno para sanar. Les queda el alivio de saber que si van a La Marina allí habrá un pedazo de Ina repartido en varios ‘collages’ y montones de fotos donde se materializan los recuerdos junto a su madre. Las mismas instantáneas que les pidió guardar con todo el amor del mundo, porque en ellas sí la van a ver más.
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