Encontrarse con la Virgen de las Penas

Y eso fue lo que ocurrió… Hace años que no la acompaño en su salida penitencial, por mor de las coincidencias procesionales, así que la última vez que hice el recorrido completo con Ella fue con motivo de otra salida extraordinaria, hace ya bastantes años.

Lo suyo es ir acompañando el palio y, de vez en cuando, tomar distancia para disfrutar de la visión de verlo llegar. No tiene esto nada que ver con nuestra Fe cristiana, ni con ser mejor o peor criatura de Dios (¿o sí?); creo que más bien tiene que ver con la plenitud de los sentidos.

Cualquier persona, proclive a valorar la belleza, habrá de sentir admiración ante un paso de palio. En un sentido pitagórico de la belleza, el paso de palio actual (modelo sevillano que aquí disfrutamos) cuando guarda los cánones matemáticos de simetría y proporción es belleza material en sí mismo. Si de un sentido platónico de la belleza hablamos, valor espiritual será entonces, y habremos de convenir que también la tiene (la belleza); pues los pasos están dotados de “alma”, siendo ésta la imagen de María que porta. Imagen que los cofrades adornan de todos los atributos de su realeza divina y que simbólicamente mostramos, a fin de que sirva a conmover e inquietar nuestro espíritu.

No siempre fue así, más bien este canon actual es una conquista fraguada a lo largo del siglo pasado, y hoy día parece un modelo consolidado que nos habrá de durar bastantes años. Por eso las hermandades de Ceuta pueden estar orgullosas de los palios que poseen -las que lo tienen que son casi todas- presentando en la calle de forma muy digna el patrimonio conseguido, que siempre es fruto del esfuerzo, trabajo de años y visión de estilo.

Pero si hay uno que se muestra esplendoroso, proporcionado, armónico, al tiempo que potente y grácil en sus movimientos, es el palio de la Virgen de las Penas. Y esas cosas andaba meditando cuando viéndolo llegar se paró delante de mí. La verdad que la visión que se tiene de él es para mí la noción global de la belleza clásica.

De mis pensamientos me sacó el capataz al invitarme para hacer la levantá, y yo, que fui capataz de pocas palabras, me sentí abrumado por el ofrecimiento y sus palabras de afecto. No tomé su voz, pues siempre he creído que corresponde al capataz, pero sí llamé al martillo. Verlo subir y caer con un fuerte sonido de madera y metal, que parece que habría de romper a alguien o algo, es una gozada.

La verdad es que me hubiera gustado decirles que son ejemplo de andar bien, de hacer de las levantas un acto sencillo de fuerza y armonía; que al caminar, esa breve oscilación de palio se convierte en elegante y grácil movimiento. Decirles, que portan un trono de plata, bordados y marfil, que enmarcado de letanías son alabanza y suplica permanente a nuestra Virgen de las Penas.

Pero si algo me llamó la atención, y me conmovió profundamente, fue ver arrodillado en uno de sus zancos al que fue un día su Hermano Mayor y durante quince su capataz: callado, reflexivo, quizá sin comprender todavía la causa de la gravedad de la pena impuesta.

En ese momento recordé que el cofrade, el buen cofrade, es el que ama a su hermandad, se identifica con sus proyectos y es capaz de servirla desde donde haga falta, siendo ejemplo para sus hermanos en cofradía. Unas veces de azul, otras de negro y otras como ésta, codo con codo con otros, ceñidos de las virtudes que su devoción proclama: humildad y paciencia que, de seguro, habrán de servirle para sacar de su corazón, aunque sea a golpe de costal, la pena de sentir no poder guiar, ante la Virgen de África, La Devoción que desde niño tiene, en una celebración tan singular y ya irrepetible para nosotros, como la que hoy vamos a conmemorar.