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En los cielos añiles del poniente...

En el alba, los ángeles vinieron a buscarte…
Luego, tu  alma vagará  liberada en  el jardín celeste, entre rosas magníficas  blancas y rojas…” Fue en este último verano, mediaba agosto, y  a la mañana llamé a la Quica para ir a visitar a su hermano Antonio, que andaba convaleciente de la última intervención quirúrgica que le habían practicado. Dejamos “La Puntilla” y  llegamos a la barriada donde se ubicaba su domicilio, que en su originalidad son casas  diseñadas como los árboles en sentido vertical, llenas de ingravidez y luminosidad, donde  las  habitaciones se van alineando  a derecha e izquierda, hacia su cenit, desde una escalera central.
Y Antonio, el bueno de Antonio, se alojaba en la habitación superior, como si quisiera estar cerca de los cielos añiles y transparentes  que los Ponientes de Ceuta nos tienen acostumbrados; como si quisiera con la mirada seguir el vuelo ingrávido de los pájaros… Antonio tenía las dos piernas amputadas debido a que el azúcar había hecho estrago en su organismo y, para salvarle la vida, no hubo más remedio que dejarlo mutilado. La impresión de verlo sobre la cama fue un golpe duro y seco. En su rostro se reflejaba la  tristeza resignada del que lo ha perdido todo y no le queda más remedio que esperar lo que la desesperanza quiera otorgarle.
Almohadas, sabanas blancas, ventana a la mañana, a la tarde, a las horas que se cuentan en un reloj; y horas que no pueden ya contarse porque no existe ya artilugio capaz de contarlas… Son horas para la soledad, para el alma del amigo que siente su soledad en la suya… Son horas que se pintan una a una en la pared de la habitación, como proyectadas en “Cinemascope” por una cámara que recogiera nuestros  mejores recuerdos y los devolviera a estos instantes de tránsito… Son horas, las mejores horas para el enfermo, para el samaritano…
Hablamos y recordamos otros momentos que incluso  desconocía; yo deseaba desde tiempo atrás,  que me apuntara datos y nombres  de la peña el “Bichito”. De aquella peña que los muchachos de  la Puntilla, de finales de los años cincuenta, habían fundado para divertirse los domingos al son de la música de aquellos años. Y el decía un nombre tras otro: Domenico Modugno, Nat King Cole, Antonio Machín, Lucho Gatica, Elvis Presley…;  y luego cantaba  una estrofa de una canción: “Volare”, Ansiedad”, “Dos gardenias”, “Piel canela”(Me importas tú, y tú, y tú…), El rock de la cárcel…; y más tarde me narraba, lleno de emoción, como acudía la gente nada más oírse las primeras notas que salían por el altavoz del “picú”, que sacaban a la ventana que daba a la terraza, para que amenizara los primeros bailes en esta improvisada pista donde cada vecino colaboraba de manera generosa con un trocito de su puerta… ¡Qué de cosas hablamos!, cosas que estaban perdidas en la memoria  y, quizás, por última vez, tomaron la palabra para después volver al olvido.
La vida, en su transcurrir continuo, nos aleja y nos acerca de las personas que tienen alguna página escrita en el libro de nuestra  pequeña historia. La vida, en este ajetreo continuo, apenas nos deja tiempo para contemplar el dolor y el sufrimiento de nuestros amigos, que están, ahí mismo, a sólo unos minutos de tus ocupaciones, de tus  horas...Vas continuamente apresurado, atropellado, a la carrera,   por resolver los contratiempos y las adversidades diarias, que no disponemos  del tiempo necesario para atender lo accesorio; que en este caso, lo accesorio es lo  más terrible, lo que no puede dejarse para después, lo que no tiene consuelo si  no coges la mano del amigo  y te enfrentas al horror, a la atroz realidad de agonía que la enfermedad, como un zarpazo  brutal,   va  dejando  en su rostro…¡Qué lejos se siente la vida en estos momentos de incertidumbre y de zozobra; y  sin embargo, qué cercano nos golpea el padecimiento y la fragilidad de nuestra  naturaleza humana! Todo se aviene a la fugacidad y a la intrascendencia de nuestros actos, pues todo pasa y todas nuestra horas se consumen y se borran en el tiempo, como se borran, a saber: las huellas en las arenas cambiantes de una playa…
Continuamos por un tiempo la conversación y,  en un silencio, él me susurró casi sin voz, lo que me susurró mi padre, lo que me han susurrado todas  las personas a las que tristemente  he tenido necesariamente que visitar en sus últimos días: “¿Para qué quiero vivir de esta manera?”… Y  yo no he podido   contestar nunca  palabra alguna que desdijera y aliviase el  contenido dolor de esa frase… No, no he podido aliviarles, solamente les he acompañado un rato, en su inevitable descenso hasta el mar  por el río de la vida…  Y me fui apegado a la tristeza, como llagado por el dolor de una  herida… Y ya camino de vuelta, bajando la cuesta, le apunté a Quica: “Ahí, tras los cristales de la ventana de su habitación, casi tocando con la mirada  los cielos añiles del Poniente,  se ira apagando como una vela…”
Hoy, diciembre  entrante, me han dado la noticia de tu definitiva partida. Quede mi adiós a tu ausencia, y la paz, una paz inmensa de sosiego infinito te acompañe en tu nueva morada…

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