En el atardecer de la vida Ya pasaron tus años jóvenes, en los que todo eran –básicamente– ilusiones atropelladas, basadas especialmente en el afán de “llegar a ser”. Querías que tu personalidad se viera satisfecha y dedicarte a “hacer”. Ya no te valían las ilusiones, querías realidades que fueran aceptadas como interesantes por los demás, aunque a ti te parecieran mejorables. Esa era tu idea, en ese correr de la vida, destacar entre los mejores porque tus realizaciones eran también mejores que las de muchos otros.
Es posible que lo lograras y te encontraras satisfecho, aunque siempre celoso por temor a perder algo de lo que habías conseguido. Ese temor te hacía crítico con todo lo que te rodeaba ; no disfrutabas con lo que la vida te iba presentando y rendías cierto culto a las particularidades de tu personalidad. Parecía que querías detener la vida allí donde tú habías llegado y tus días se volvieron cautelosos, siempre pendiente de lo que pudiera hacer sombra a tus méritos o relegarte a un plano secundario. Notabas que era un caminar hacia la nada y temías que llegara esa situación. ¿No ser nada habiendo saboreado las mieles de los éxitos? Te resultaba muy dura esa posibilidad. Te notabas diferente a otras personas de tu edad que contemplaban la vida de otra forma, distinta a la que tú vivías. Era gente de estilos muy variados y en gran parte no te eran conocidos aunque ahora sí merecían tu atención precisamente porque veías que se comportaban de forma distinta a como tú lo hacías. Era gente más sencilla en su forma de comportarse y, sobre todo, de afrontar las vicisitudes que pra todos iban apareciendo, aunque tuvieran para cada cual algo distinto, algo que le hacía reaccionar de forma menos egoísta. Los años habían pasado, quizás más rápidamente, de lo que se esperaba, y ahora en el atardecer de la vida se encontraba con que le faltaba algo para que la serenidad fuera la tónica que moviera todas sus actuaciones. No era sólo una serenidad física cimentada en la comodidad de cuanto le rodeaba; era serenidad para su espíritu, para su alma y, en definitiva, para saber cómo comportarse, cómo recibir la brisa de los años nuevos que se fueran sumando a los ya vividos. Necesitaba esa serenidad que los años, ya vividos, le exigían. Quería ser feliz. Así las cosas, un día leyó – casi por casualidad– algo que había escrito San Juan de la Cruz y que le llamó la atención desde el principio: “En el atardecer de la vida, seremos juzgados sobre el amor”. Esa frase le llamó la atención de forma especial porque se dio cuenta de que el amor no había sido lo que había movido sus esfuerzos; otras habían sido las causas y reconocía que habría sido mucho más feliz si cada una de sus actividades hubiera llevado el sello del amor. ¡Siempre estamos a tiempo de rectificar!