Ceuta se mantiene aún sumida en un profundo shock. Llegó un momento en que se perdió la perspectiva y todavía no hemos sido capaces de recuperarla. Demasiados acontecimientos superpuestos que no fuimos capaces de digerir adecuadamente. El estado de ánimo colectivo se deslizó paulatinamente hacia la más estéril desesperanza. Y decidimos dormir. El sueño es un refugio natural cuando el vértigo amenaza de muerte. Cerramos los ojos. No queríamos ver lo que sucedía a nuestro alrededor, en la creencia infantil de que agarrándonos con fuerza a la nostalgia, algún día despertaríamos de la pesadilla y todo volvería a ser como antes. Ceuta cometió el error histórico de elegir el inmovilismo como opción de vida.
Nos empeñamos en adornar con flores y ladrillos una realidad subrepticiamente decrépita que no nos atrevíamos a transformar. El PP, imbuido del espíritu del Perejil, se instituyó como la expresión política de ese sentimiento. El anacronismo convertido en categoría, principio y fin del anhelo de nuestro pueblo. Durante veinte años Ceuta ha palidecido hasta amarillear, como aquellas fotos de color sepia que se conservan en el olvido, mientras nuestro entorno, por el norte y por el sur, cobraba pujanza, vigor y color en un duro contraste que incita a la depresión.
Como si de un laboratorio social se tratara, la observación detenida del puerto, nos ofrece una didáctica alegoría sobre esta forma de concebir el destino de la Ciudad. Una zona privilegiada, llamada a ser clave en el desarrollo urbano y económico, que carece por completo de definición. No existe una estrategia que imprima sentido y coherencia a las decisiones que allí se van adoptando de manera improvisada, interesada u oportunista. Una parte se erige como uno de los polos comerciales más atractivos, en el que se han instalado establecimientos muy frecuentados, que coexisten con barracones colindantes, viejos y sucios, de usos variopintos cuando no vacíos, como referencia de un tiempo pasado que nadie quiere remover. Talleres, cuarteles, edificios públicos y una central térmica como colofón (en situación de evidente ilegalidad), completan un lamentable jeroglífico propio de quien no sabe lo que quiere. No corren mejor suerte otros emplazamientos del recinto portuario. Una inexplicable industria cementera comparte espacio con un edificio enorme, feo, destartalado y abandonado, y diversas concesiones incoherentes que comprenden desde Cruz Roja hasta una frutería, pasando por una gigantesca (y horripilante) carpa blanca. Los turistas que llegan en los cruceros buscando halagar los sentidos, son recibidos por dos hileras de pintorescos cobertizos decimonónicos como paradigma de la contradicción. Este es el fruto del rancio inmovilismo. La miopía como fuente de inspiración y el chanchullo como método. La pequeñez como seña de identidad. Eso sí, embadurnada de bellas flores por doquier. Nadie asume la responsabilidad de definir el modelo de puerto que Ceuta demanda en el siglo veintiuno y en las coordenadas actuales. Nadie quiere asumir las decisiones (algunas dolorosas) que deben romper con el pasado y alumbrar una nueva era.
Esta Ciudad necesita renovar su energía emocional para emprender empresas colectivas. Estamos en el momento de parafrasear a JFK, y que cada ceutí se pregunte a sí mismo, ¿qué puedo hacer por Ceuta? Con la valentía y el entusiasmo que sólo puede infundir la esperanza. La esperanza de creer en nosotros mismos. Tal y como somos. Ni mejores, ni peores. Un pueblo en construcción hermosamente extraño y difícil, con un apasionante camino por recorrer. Parece que la necesidad hace atisbar un tímido cambio. Veinte años pueden no ser nada. Ojala. Inshallah.