En la madrugada del 7 de abril de 1956, se firmaba en Madrid la Declaración de Independencia de Marruecos y el 11 de febrero de 1957 tenía lugar la firma del convenio diplomático entre España y Marruecos, cuyo artículo 5 dice que “las misiones diplomáticas respectivas en Madrid y Rabat tendrán categoría de Embajada”.
Antes, el 6 de junio de 1956, el hasta entonces cónsul general, el mallorquín José Felipe de Alcover y Sureda, había presentado sus cartas credenciales como primer embajador de España. Curiosamente, un error burocrático en los libros registrales motivó un retraso en el cambio de status: el 8 de junio de 1956, a las diez horas, se practicaba un asiento en el consulado general de España en Rabat; el mismo día, y a las once horas, se procede a otro asiento, éste ya en la embajada de España en Rabat.
(El consulado general de España en Rabat fue desde entonces sección consular hasta que yo lo dejé en 1980; mi sucesor ya se incorporó como cónsul general. Y el error burocrático lo detecté y se publicó en una obra mía editada por el Instituto de Estudios Ceutíes, del que soy miembro antiguo, ante la inacción de Asuntos Exteriores, que sólo ha publicado uno de mis numerosos libros, más de alguno en la actualidad de referencia, y ese un clásico hoy agotada su cuarta edición, y más todavía porque lleva un prólogo del ministro Moratinos que es un canto a la carrera en la insuperable línea de la descripción de Foxá: “con la brújula loca pero fija la fe”. “El Embajador Ángel Ballesteros es uno de los diplomáticos que continúan una tradición literaria en el ámbito de las relaciones internacionales y de la ciencia política, al tiempo que contribuyen a ampliar la influencia de España en el mundo, velan por nuestros ciudadanos e intereses en el exterior y posibilitan que nuestro país contribuya de manera efectiva a la comunidad internacional y a la construcción de un mundo en paz más justo y solidario. Velan por nuestros ciudadanos.”: qué mayor timbre de gloria en el sufrido servicio exterior que la protección a nuestros compatriotas fuera de nuestras fronteras. Yo también he participado, aunque muy modestamente claro, desde descender del avión que me llevaba a Angola en una escala en Sao Tomé, entre rumores de golpe de Estado, con otro diplomático español que me acompañaba, para intentar auxiliar a los españoles que allí estaban sin ninguna protección, hasta ser el primer y único diplomático que se ocupó de los 339 compatriotas, los censé, que quedaron en el Sáhara tras nuestra salida. Y en Marruecos soy de los contados diplomáticos que al igual que los viajeros clásicos del XIX que se hacían pasar por musulmanes para mejor conocer los países árabes, acompañado por amigos rabatíes y disfrazado como un distinguido sidi mudo, en doble salvoconducto, ha entrado bajo el catafalco de Muley Idriss, fundador de Fez, origen de Marruecos, y he dejado humilde memoria en el entrañable vecino del sur: ¿"quién no conoce al Sr. Ballesteros"? se excedió aquel competente ministro que presidía la delegación marroquí en las conversaciones del túnel del Estrecho, en 1985, a citar ahora que el asunto ha vuelto a la palestra causando todavía mayor alarma en Ceuta, a la que su trazado dejaría más fuera de la ruta comercial).
Pero tras tan largo, aunque quizá pertinente introito en cuanto atingente a mi posible idoneidad para opinar en la materia, vayamos al tema, al “Embajador en Marruecos”. Ahora, después de ocho años y medio de permanencia del embajador en Rabat, que no pudo ser cambiado antes al estar el gobierno en funciones, se plantea la cobertura de embajada tan sensible, que conlleva los contenciosos del Sáhara y de Ceuta y Melilla e indirectamente el de Gibraltar, el diferendo de Perejil, y la delimitación de aguas jurisdiccionales que engloba hasta Canarias, más las islas y peñones, casi todas mis especialidades. Y según recoge Antonio Rodríguez en The Objective, “a causa del malestar entre los diplomáticos por los distintos nombramientos de embajadores políticos, el ministro busca candidato en la carrera”.
“Ahora, después de ocho años y medio de permanencia del embajador en Rabat, que no pudo ser cambiado antes al estar el gobierno en funciones, se plantea la cobertura de embajada tan sensible, que conlleva los contenciosos del Sáhara y de Ceuta y Melilla e indirectamente el de Gibraltar, el diferendo de Perejil, y la delimitación de aguas jurisdiccionales que engloba hasta Canarias, más las islas y peñones, casi todas mis especialidades"
He conferenciado y publicado en diferentes ocasiones en la línea ortodoxa, mantenida por los diplomáticos sin excepción alguna sobre la convicción profesional en la que radica la última ratio de actividad tan vocacional y que requiere la consiguiente dedicación: salvo casos excepcionales, las embajadas sólo deben desempeñarse por diplomáticos. Se ha criticado, como recuerda Vita Finzi, en Italia no hay embajadores políticos, el rechazo que se hace desde la carrera como intento de monopolizar y perpetuar prerrogativas, pero lo cierto es que no existe tal defensa a ultranza, nadie se atrinchera en posiciones numantinas. Ningún profesional se opone por principio a la designación de embajadores políticos cualificados, ya que va de si que el mejor servicio requiere el mejor hombre, the right man in the right place. Forzando el argumento se podría sostener que los mejores embajadores han sido los políticos. Y los peores también. La embajada como prebenda, como premio de consolación o como maniobra de desplazamiento, esas prácticas heterodoxas de los vericuetos menos nobles de la política, son las que correctamente se contestan desde la diplomacia, en cuanto corporación especializada.
Pues bien, incuestionable hasta el extremo de que ante la práctica unanimidad se pueda dar por buena sin excesivos esfuerzos la excepcionalidad de los embajadores políticos, e indiscutible el hecho de que hay docenas de funcionarios diplomáticos más que capacitados para llevar con suficiencia el día a día de nuestra representación en Marruecos, tal vez resulte que justamente la cobertura actual de la jefatura de misión en Rabat podría emplazarse en los casos extraordinarios de embajador político, dado el altamente delicado estado de las relaciones en algún que otro aspecto capital, y de ahí que yo venga propugnando hace tiempo la diplomacia regia, el cauce de las coronas, la entente entre los tronos, practicada ocasional y subsidiariamente desde Don Juan de Borbón con Hassan II cuyo entendimiento se acentuaba por el humo cómplice de dos empedernidos fumadores. Y desde luego, lo ideal sería, siempre desde ese enfoque, un representante del círculo palaciego como es el caso de la embajadora marroquí en Madrid, cierto que en el ámbito español parece más difícil de encontrar en la órbita palatina o en sus proximidades.
Y ya, puestos a seguir sugiriendo, se insiste en la conveniencia-necesidad de designar a alguien, diplomático o político, con conocimientos, vocación y localizado por las partes, como comediador con el representante de Naciones Unidas para el Sáhara, en cuanto jalón efectivo de la diplomacia que tendría que implementar Madrid, ya sin mayor dilación.
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