Categorías: Opinión

Elogio del banco

Que en el sector del banco trabajan a diario y desde hace años, en España y en países de medio mundo, decenas de pájaros, en su mayoría peces gordos podridos por la enfermedad de querer sumar más y más ceros en la cuenta corriente a costa de fondos públicos, es una verdad incuestionable y cuya profundidad, aún a duras penas, comienza a advertirse de manera muy valerosa en los juzgados y a salir a la palestra de la luz pública.
De tal modo, las portadas de ayer y de hoy (y de mañana) de las grandes cabeceras mundiales como The New York Times, ABC, Frankfurter Allgemeine o La Repubblica, se muestran contundentes y no escatiman tinta y análisis en mostrar la cara oscura de los bancos y denunciar el ataque sufrido por millones de buenos usuarios: el estafador Madoff; Einarsson y parte de la cúpula del Kaupthing Bank; Birkenfeld, el banquero que destapó el fraude de UBS; Elmer y las filtraciones a Wikileaks; el trébol de cuatro hojas condenado a muerte en Irán por corrupción; Laurentiádis, prototipo de oligarca griego y encomiable homenaje al tejemaneje a grandes escalas políticas; Fazio, el ex gobernador del Banco de Italia que puso en entredicho la credibilidad económica del país. Todos ellos, sin excepción, han sufrido el escarnio de protagonizar los episodios más penosos, oscuros e ínclitos de la historia del sector.
También en España, cueva de Alí Baba, el carrusel de personajes infames ha tenido su merecido hueco en la canallesca, con el ‘caso Blesa’ como último ejemplo mediático. Pero a diferencia de lo acaecido en sociedades avanzadas, movidas por la innegociable convicción de depurar responsabilidades en todos los estamentos (al margen de la Justicia), dueñas de una idea firme de cerrar filas en torno a la máxima  de odiar el delito y que el delincuente cumpla su merecido castigo, resueltas en poner todos los instrumentos precisos para que el mal no sufra regeneración y vuelva a afectar al sistema, en España por contra, la mayoría de sus ciudadanos, lejos de crecer desde la oscuridad y el fango, la sociedad aprovecha la ocasión para hacer cumplir esa otra premisa tan ibérica y cerril de hacer que la excepción sea la totalidad: “Un banquero ladrón ergo todos los banqueros ladrones”.
Perdidos en la pobreza, en la tremenda incultura, en el insensato chismorreo de patio de vecinos, los españoles han encontrado en los últimos años dos pilares sobre los que calmar la ira, aminorar el desencanto y encontrar un cobijo común y sentimental: criticar a los bancos y abrazarse, tambaleantes como beodos, después de cada título conseguido por la España de Del Bosque, el verdadero cordón umbilical con todo cuanto significa patria, por muy barata y espumosa que en realidad ésta sea.
El pobre consuelo, además de crear vergüenza ajena en no pocos ciudadanos del país, encierra en sí mismo una injusticia absoluta y una hipocresía infame amén de una ristra de interrogantes que no precisan, por obvia, respuesta alguna: ¿Acaso, y más allá de los ladrones condenados, son las entidades bancarias responsables directas de la crisis económica que azota al país como así denuncian los españoles a pie de calle con manifestaciones o mediante ataques vandálicos y como reflejan en las distintas encuestas publicadas por diversos medios cada cierto tiempo? ¿Acaso el banco es un sistema cancerígeno para el desarrollo de un país democrático? ¿Acaso los banqueros desenfundan una pistola del cinto, la cargan y la hacen colocar en la nuca del cliente para que firmen sí o sí tal o cual oferta por mucho que, en efecto, se hayan destapado infames abusos como los de las participaciones de las preferentes donde la raya de lo ético se traspasó con creces? ¿Acaso no otorga una gran seguridad al contribuyente, ese mismo que vomita contra el sector, que los pequeños, medianos o grandes ahorros duerman al cobijo del banco y no bajo el colchón como antaño? ¿Acaso es el banco como entidad legendaria un imperdonable error de invención de nuestros antepasados?
Si la cultura, la historia vivida en común y la educación que rige el comportamiento de un pueblo significa la vertebración imprescindible sobre la cual ha de sostenerse en pie un país, una red bancaria vigorosa, compuesta de excelentes trabajadores y comandadas por lúcidas mentes de personas honestas, amén de encontrar espacio dentro de un sistema político y financiero justo y brillante, supone la mejor garantía para darle cuerda al motor de la economía de los países y por ende de las familias que en estos conviven pues sin la existencia de una red bancaria vigorosa, la anarquía individual y social sería tal que la propia supervivencia de la especie no se regiría más allá de la ley que mandara el más fuerte de la selva.
Sólo desde la honestidad, el arrinconamiento de la demagogia y la puesta en práctica y posterior consolidación de los valores y reglas democráticas, pueden crecer los pueblos, de ahí que, valga como principal ejemplo, la actitud más conveniente para afrontar el abuso que ciertos banqueros han cometido en los últimos tiempos sea el que está dando esa sociedad norteamericana tan denostada por estos lares y que marca la diferencia entre la coherencia y la ética por un lado y el fanático populismo barato como bandera de actitud y de obra por el otro.

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