El representante de sus compañeros llegó a la reunión y tomó asiento como en otras ocasiones. Puso encima de la mesa su libreta de notas y se aprestó a su labor recopiladora, tal era su vocación. Su forma de actuar no había pasado desapercibida en su entorno, aunque en cada pleno hubiera treinta y tres representantes legítimos, más los acompañantes de rigor, que se quedaban en segundo plano, siempre prestos a acudir en ayuda de ignaros y despistados. De hecho, al representante ‘apuntador’ le habían adjudicado un mote: ‘el taquígrafo’. Su dedicación compiladora tenía razones poderosas, a su entender. Podía aprender muchas cosas que ni sabía ni se había molestado en averiguar, le indicaba qué posiciones adoptar en cada momento y de cara al futuro, le proporcionaba un guión para informar a sus seguidores cuando la reunión concluyera y, sobre todo y razón principal, le hacían parecer ocupado, ocultando el hecho de que había acudido a la cita sin argumentos que exponer.
En la última junta ocurrió una anécdota curiosa. Un representante sentado al otro lado de la mesa, después de un par de horas de reunión, le preguntó al taquígrafo si ese día tenía pensado decir algo o actuaría como siempre. El amanuense, ofendido, ni siquiera contestó. Su interlocutor se volvió más mordaz y afirmó que habría que plantearse no abonarle las dietas por la asistencia al pleno, dado que, de todas maneras, no participaba en el mismo. La realidad se comprueba cuando uno repasa las Actas de cada reunión, aunque resulte labor tediosa. Pero como eso no suele ocurrir y el interfecto lo sabe, su estrategia consiste en emitir comunicados grandilocuentes sobre lo mucho que trabaja, sus cuantiosas peticiones y lo copioso de sus logros (por el simple hecho de arrimarse donde está la baza ganadora).
Charlatanes de feria los ha habido siempre y nunca habrá escasez de ellos, es inevitable. Más vale caer en gracia que ser gracioso, afirma la sabiduría popular. No obstante, por muy en gracia que haya caído, la verdad solo tiene una cara y debe ser mostrada sin maquillajes para que cada cual elija libremente si acepta la versión del charrán o no.
Hace un par de meses, la empresa para la que trabaja el representante taquígrafo intentó ‘colar’ una cláusula en una negociación por la que podría, si fuera su gusto, aumentar la jornada laboral de sus trabajadores hasta las 48 horas semanales. No hubo reacción por parte de nuestro protagonista. Quizás ni sabía lo que realmente significaba lo que estaba leyendo. Ante las protestas de otros representantes hubo una tímida reacción, como para justificarse sin que se entendiera que era demasiado beligerante con la cuestión. Lo mismo ocurrió en el mes de mayo, cuando ofreció su beneplácito a otra norma que cambiaba significativamente la forma de adjudicar los destinos en la empresa. En aquella ocasión tuvo la osadía de decirle al Director General de la corporación que permanecería vigilante a fin de evitar que el carácter preferencial de los trabajadores que operaban en zona conflictiva no se difuminara. El Director le aseguró que ese tema no iba a ser alterado, en una afirmación que, a mi entender, debe ser colocada entre las frases célebres de nuestra historia. Lo cierto es que tal carácter preferencial resultó seriamente alterado desde la entrada en vigor de la normativa sobre destinos.
Pese a estas y otras cuestiones, el taquígrafo debe defender su labor ante sus representados y le ha dado por exhibir peticiones escritas dirigidas a la empresa para que otorguen tal o cual derecho a los trabajadores. Arma de doble filo donde las haya porque, por una parte, que haya solicitado alguna cosa finalmente otorgada no significa que la concesión haya sido mérito suyo o, al menos, no totalmente. Pero, por otra parte, eso significa que todos aquellos avances logrados sin que pueda aportar petición escrita alguna, deben ser considerados ajenos a su voluntad, y son muchos, demasiados como para considerar que su presencia en el Consejo sea algo más que testimonial.