Un hilo de humo sobre la cabaña presume que el viejo escritor encendió la candela. Hasta allí han de llegar los jóvenes en ilusión en busca de enseñanza.
El despertar del alma, como el abrir de las flores, es algo natural. El niño ve en el ave un ser alado, en el agua dulce el elixir de un mago, en el pez capturado el perfecto milagro. El niño era así partícipe del alma universal. Pero, ¿qué ocurre cuando entramos en la edad de la responsabilidad y no conocemos su sentido?
Era así que el padre de Pepín se confió a la orientación de su vástago: “Ve a la cabaña del viejo, que ya conoces su camino, y pídele en concepto un poco de sal”.
Algo arriba el arroyo de Calamocarro crece durante siglos el alcornoque, y allí se encaminó Pepín con el propósito de agradar a su padre, por otro lado gran amigo del viejo Ilaí.
Ya en la cabaña, Pepín se presentó y distrajo su mirada en el ajuar de dentro. Ilaí, que lo observaba, le dijo: “Tres cosas tiene el humilde: agua, aire, harina y sal. ¿Qué necesitas?”
Ilaí era un tipo canijo, algo dado a la escritura, a actuar con sus palabras, y su barba era blanca y gris y entre lazos. “O sea, que tú eres Pepín Sandía, el hijo. Veo en tu lenguaje que estás llamado a realizar grandes cosas”.
Pepín se intimidó un poco. “Pero si apenas tengo recuerdos”.
Ilaí no quería apremiarle, tan solo buscaba inculcarle una idea, como todos los que profesan el oficio de la escritura, ya que después del verano Pepín ingresaría en la escuela de Ceuta, y estaría llamado a llevar su nombre con pureza, lealtad y decoro. “Son necesarias las nubes, los campos, y las olas del mar; como son necesarias las letras, los números y los días de guardar”.
Pepín: “Por cierto, tú me podrías ayudar, puesto que te dedicas a escribir libros”. Ilaí sintió cierto orgullo: “¿Pero acaso sabes tú qué es escribir?” La respuesta: “Bueno, eso de contar historias con palabras…”
“¡TÁ, TÁ, TÁ!” Ilaí agitó su mano con eficacia, y con sigilo determinó: “Escribir es transformar la luz blanca, has de saber, aunque de esto poco se ha dicho”.
En efecto, los caminos que nos llevan a Calamocarro también nos llevan a sus historias. Una galería de imágenes que esperan a que alguien las capture en palabras, dado que sólo con la mirada puesta en la memoria nos abriremos paso por la senda del destino, al que todos hemos sido llamados. Todos somos héroes que luchamos por escribir nuestros nombres en el libro de la vida.
Pepín Sandía volvió a su casa con el poco de sal, y su padre, sabedor de lo fatigoso del encuentro, lo obligó a descansar.
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