Los altercados de orden público que se producen en la barrida del Príncipe Alfonso crecen paulatinamente en frecuencia, intensidad y gravedad. Nadie se sorprende. Desde hace tiempo, la ciudadanía aguarda con sensación de escalofrío contenido el día en que un hecho desafortunado desencadene un fatal desenlace en forma de revuelta violenta. Sólo las autoridades permanecen irresponsablemente ajenas a una realidad amenazante que erupciona brutalmente. Por ello repiten invariablemente su ridículo y estéril ritual cada vez que un nuevo incidente conmociona a la opinión. Se rodean de uniformes, y con el semblante adusto y solemne, anuncia un nuevo e infalible plan de seguridad para la zona. Para ellos todo se reduce a la actividad de un grupúsculo aislado de jóvenes delincuentes sobre los que prometen actuar con rapidez y eficacia. Es lógico que piensen así quienes pretenden convencernos de que nuestra Ciudad es un pequeño paraíso magistralmente gobernado.
Según sus propias declaraciones, las barriadas (y en especial el Príncipe) están perfectamente atendidas, se ha creado más empleo que nunca, y la cohesión social atraviesa su mejor momento, siendo innecesaria cualquier intervención en este sentido. Por su parte, el otro socio de Gobierno, presume de gestionar un sistema educativo impecable que funciona con envidiable precisión. Siendo rehenes de este diagnóstico es imposible concebir la existencia de un fenómeno social de índole traumática. Sólo asumen el descontento en un número muy exiguo de personas desagradecidas que no son capaces de apreciar la suerte que tienen. El error está en que éste es un análisis delirante, que no se compadece en absoluto con los hechos, y cuya única finalidad es cultivar la confianza los sectores más acomodados de la sociedad y suministrar aliento a los incondicionales de la intransigencia.
Los sucesos del Príncipe son la manifestación externa de una peligrosa y soterrada fractura social, aún tímida y no focalizada allí exclusivamente, que se viene agudizando ante la indiferencia de los núcleos de poder, arropados por las corrientes de opinión más influyentes de la Ciudad.
El sentimiento de desarraigo social se extiende a una gran velocidad entre un amplio sector de la población, generando desorden y desestabilización.
Son demasiados los ciudadanos que no se reconocen como miembros de una comunidad que les niega toda clase de oportunidades. Conviven desde su infancia con la frustración del rechazo.
Desde la escuela hasta el mercado laboral pasando por la falta de respeto a su modo de vida. Es muy duro para una persona acumular desprecio indefinidamente sin más horizonte. Todo ser humano necesita sentirse querido. Quien tiene la percepción de sufrir un maltrato institucional injusto, se imbuye de mentalidad de guerra y agrede al sistema que identifica como enemigo.
Los jóvenes que nacen y se consumen en el ostracismo no son una excepción a este axioma universal.
Estamos ante un grave e inquietante problema social de enorme envergadura. Por ello las medidas que se limitan a combatir los síntomas están predestinadas al fracaso.
La policía no puede resolver los conflictos que nacen en el corazón; si acaso, agravarlos según la ley de acción y reacción. La única alternativa con proyección de futuro es erradicar las causas. Y para ello lo mejor es investigarlas, comprenderlas y abordarlas con determinación. Si permitimos que germine la semilla de odio, estamos perdidos.
Evidentemente, es obligado mantener el orden público. Para ello no se deben escatimar recursos como se ha hecho hasta ahora. Los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado deben actuar coordinadamente y con los medios adecuados para garantizar plenamente la seguridad (empezando por la suya propia) en toda la Ciudad y en cualquier circunstancia.
Pero este no deja de ser un objetivo menor. Debe ir acompañado de medidas de carácter político que remuevan los obstáculos que están dinamitando la cohesión social y provocando la conflictividad.
En primer lugar es urgente dotar a las barriadas marginales de una red de servicios públicos de calidad que hagan la vida confortable. No basta con un paseíllo del Presidente con su séquito como si su sola presencia pudiera obrar el milagro.
Por otro lado es necesario diseñar y ejecutar una estrategia que permita el acceso efectivo a la educación (no a la matriculación), al empleo (no a la inscripción en el INEM) y a la cultura (no a la impuesta).
Y por último, y quizá más importante, es preciso poner en marcha un plan integral de afecto sincero, sostenido y duradero; en el que todos tenemos el deber ciudadano de comprometernos.
Si conseguimos que los jóvenes que tiran piedras se sientan valorados, queridos y respetados por la sociedad, a pesar de los errores que están cometiendo; y los convencemos (con hechos, no con palabras) de que sus cosas nos interesan y estamos dispuestos a ayudarles; habremos iniciado el camino más seguro para consolidar una convivencia pacífica y gratificante.