Hay espacios con historia, que hunden sus raíces con la fuerza del árbol milenario; tal es la sombra. Y hay espacios vacíos, medio olvidados, salidos del mapa, donde los pueblos enflaquecen, donde muchos hombres mueren a deshora, y los niños pasan la noche entre gemidos que se clavan en el corazón. Tal es la zarza.
Entonces, ¿cuál es la razón tan importante que impide la estirpe de los pueblos hasta hacerla inservible?
Los emisarios de las siete tribus de Ceuta buscaron la solución, a sabiendas de Munfás, pero tras largos viajes por mar y tierra dieron que el cálculo de la solución no se hallaba en idioma conocido.
Nunca se sabrá cuáles de los episodios que llegan a nuestros oídos son fruto de la realidad, y cuáles fruto de un sueño inalcanzable. El caso es que los hombres de Ceuta, en sus veinte años de singladuras, asimilaron las experiencias de todos los pueblos de la antigüedad, y la sapiencia de los caminos a ambos lados del Mar Nuestro.
Después de poner al corriente a Munfás, éste les encomendó la titánica tarea de plasmar negro sobre blanco las riquezas de las expediciones; de tal manera que sirvieran de enseñanza más allá de las tinieblas, y mantuvieran viva la esperanza de albergar algún día la respuesta final.
Fueron días felices para los motivados escribientes, quienes dedicaban jornadas de siete horas a labrar la caligrafía, y siete horas a animados debates para orientar y consensuar la narración.
En los descansos, descendían hasta el salto de agua donde confluyen los torrentes, y entre sorbo y sorbo, ocurrían ideas originales que conformarían luego la memoria y el espíritu del lugar.
Y pasó el tiempo, como el río que muere en el santuario del mar. Pasaron las generaciones, pasaron los estados, y los colores de la libertad. Hasta que un día, un marino experto llegó al lugar, donde acontece el milagro de la pureza, a fin de averiguar la solución del enigma perpetuo.
Allí se encontraba Munfás, Munfás Loasé, el astrologo ciego, acompañado de su lazarillo. Al ser interrogado por el marino de las lejanas tierras trasladó sus palabras en perfecta sintonía:
- “Yo recuerdo que mi madre me traía a la cascada.”
- “Yo recuerdo a mi padre también”.
- “Yo recuerdo que madre me lavaba y me lavaba…”
- “Si mi libro ve la luz…”.
Y señaló la enigmática sentencia de la piedra filosofal.