Cuando se tienen ojos y oídos colocados en posición simétrica en la cabeza, y algunas neuronas conectadas haciendo sinapsis en su interior, caer deliberadamente en pozo del pecado del silencio, en vez de protestar contra la iniquidad, haría ciegos y sordos a mis sentidos, cobarde a mi voz, cómplice a mi pluma y culpable a mi conciencia. Señor vicario, tengo muchos defectos, algunos ya los va usted conociendo, otros “se los van contando”, pero los genes de la cobardía, y de la complicidad ante la injusticia en el seno de la Iglesia, no se encuentran en mi genoma. ¿Y en el suyo?
Como introducción al tema del artículo le recuerdo dos interesantes citas. En la primera, Herta Müller, Premio Nobel de literatura 2007, afirmaba que “en las dictaduras todo está muy desnudo, uno ve todo lo que no debe ver, o aquello que en otras instituciones no está a la vista con tanta nitidez”. Por otro lado, está el dictum de Acton, que decía: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Esta frase del historiador católico Lord Acton fue utilizada en 1887 como argumento de responsabilidad legal contra el obispo Creighton, historiador oficial de la Iglesia, por su falta de contundencia, al juzgar con demasiado beneplácito, la conducta de algunos papas en su libro sobre la historia del Papado. Señor vicario, cuando en una parroquia el sacerdote asume y ejerce de forma absoluta los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, sus errores son tan visibles como impredecibles sus consecuencias. Espero que usted no sea también demasiado indulgente a la hora de juzgar los hechos de algunos papas de la ciudad, ya le relaté, y ahora le resumo.
Como le comentaba en mi artículo del pasado 15 de mayo publicado en este periódico, una madre divorciada, y sin pareja desde la separación, fue excluida del tercer sacramento, a pesar de su deseo expreso de recibirlo el mismo día de la primera comunión de su hijo. El único motivo alegado por el cura, es que esta madre, se encontraba en “grave pecado” por su estado civil. Lo peor del caso es que, este sacerdote, había comentado públicamente en la catequesis a los niños que, “todos los padres que vivían separados estaban en pecado mortal”. A mi juicio, un comentario muy desafortunado, entre otros motivos por la elevada prevalencia, en nuestra sociedad actual, de niños de padres divorciados. De hecho, en este foro infantil, en el mismo grupo de catequesis, había dos niños con esta condición. Se daba, además, la curiosa coincidencia, que esta madre aludida, a diferencia del resto, no fue avisada de la fecha de ceremonia de la imposición de la cruz por la catequista. ¿Deliberadamente por estar divorciada? Ella piensa que sí. Como siempre, esta madre recogía a su hijo después de la catequesis parroquial, pero un día lo notó distinto, taciturno, preocupado e introvertido. Ella inquieta por su actitud, no paraba de preguntarle el motivo de su malestar. El niño tenía una postura triste, reacia y distante hacia su madre, evadiendo constantemente las preguntas. Finalmente, ante su insistencia, le confesó, el mensaje que el párroco había emitido a todos los niños durante la catequesis de ese día: “mamá, dice el cura que estás en pecado mortal, irás al infierno por estar divorciada”. En realidad, el cura probablemente no lo había dicho literalmente, aunque sí subliminalmente su contenido, pues antes había explicado la tétrica naturaleza del “pecado mortal” y sus irreversibles consecuencias, probablemente, con las terribles y eternas llamas del infierno, donde se supone que el niño imaginó cómo iba a arder su madre. En definitiva, parece que el cura había utilizado al niño como mensajero con dos objetivos complementarios, primero evitar a toda costa la comunión conjunta del niño con su madre, y en segundo lugar, le recordaba a través de su hijo –por si lo había olvidado– su irrefutable condición de pecadora, y el futuro que le aguardaba de continuar separada del padre del niño.
Señor vicario, procure que nunca más ningún sacerdote utilice a los niños como arma arrojadiza contra la condición civil de sus padres. Este comportamiento de su subordinado se podría definir como una especie de “alienación eclesiástica”, es decir, la “destreza” psicológica del cura para predisponer indirectamente al hijo en contra de sus progenitores.
Pienso que este señor no ha asumido, ni ha superado la actual ley del divorcio, y por ello sufre el trauma de las separaciones conyugales peor que los propios implicados. Se comporta excesivamente intolerante con el divorcio, pero sobre todo con la participación activa o pasiva en la Iglesia de las personas separadas. Pero lo más grave es que puede llegar a utilizar a los hijos de padres separados que acuden a sus catequesis como una especie de kamikace suicida hacia el supuesto pecado mortal de sus progenitores. La frágil y blanda conciencia del niño, como el barro fresco, podría ser moldeada durante la catequesis por el cura, creando una especie de caballo de Troya hueco, que contiene en su interior todos sus recónditos mensajes belicosos. Una vez dentro del hogar, el caballo descarga su marcial contenido, y como dijo el rey Agamenón; “que arda Troya, que arda”. Sin embargo, el Señor nos recomienda todo lo contrario, gran prudencia y caridad hacia el prójimo: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos” (Mt 18, 15), pero nunca utilices la inocencia de un niño para hacerlo. Creo que este sacerdote, en su excesiva ortodoxia mental, siente una especie de desprecio visceral de corte integrista hacia aquellos católicos que han cometido el grave error de no poder convivir con su cónyuge, sobre los cuales parece que desea su muerte familiar, social y sobre todo espiritual. Por ello, intenta por todos los medios una supuesta conversión mediante una nueva y utópica reconciliación conyugal, donde el niño debe actuar como interlocutor válido.
Este señor, y/o sus catequistas, deberían ser más moderados en sus comentarios y explicaciones a los niños sobre la tétrica naturaleza del “pecado mortal” con las terribles llamas eternas del infierno, que son como mínimo anacrónicas e inadecuadas en contexto y forma. Todo ello, con independencia de las desmentidas por el Vaticano, supuestas declaraciones del Papa Francisco sobre el tema. Esto unido a la reflexión pública ante todos los niños, del terrible pecado mortal en el que viven sus padres por estar separados, me resulta indignante, desmesurado, y sobre todo injusto. A estas alturas del artículo, lo de menos es la existencia o no de las llamas candentes en ese temible infierno descrito por Dante en la Divina Comedia, con los nueve círculos concéntricos de gradación del pecado, en cuyo centro estaba el diablo junto a los grandes pecadores, ahora –para este cura– los divorciados. No creo que este infierno dantesco sea peor que la situación actual que muchas familias viven ahora en la tierra. Sin embargo, lo que sí estoy seguro es de que existe el infierno doméstico que viven los hijos, en algunos hogares, antes y durante de la separación de sus padres. Con ello, lo único que podría conseguir este señor con su especial modus operandi, es una política de destrucción familiar, y de apología de una especie de “terrorismo doméstico”, donde el niño podría ser reclutado e inducido hacia una especie de “inmolación espiritual”, en una “guerra santa” que no le compete.
Da la impresión, señor vicario, de que su sacerdote no sólo quiere poner a los hijos en contra de la condición civil de sus padres, sino que podría ser una campaña general de desprestigio y daño desmedido hacia aquellos feligreses de su parroquia, cuestionados y señalados por su actual estado civil. Es probable que este párroco padezca una posible “tara psicológica”, que le impide superar ésta, y otras asignaturas pendientes en su vida consagrada a Dios. De esta forma, con ese peculiar estilo pastoral, el sacerdote puede fomentar el odio y el desprecio hacia sus feligreses separados. Pero lo más deleznable de todo, es esa sibilina conducta de manipulación psicológica infantil. Con esta irracional postura, este presbítero solo abre aún más, la terrible herida “traumática” que sufre o ha sufrido el niño por la separación de sus padres. Lo único que consigue el cura con esta actitud es la participación involuntaria, pero activa, de estos niños en el trauma de la separación de sus padres. Este sacerdote puede crear una terrible espiral de violencia psicológica de impredecibles consecuencias familiares. De alguna forma, los infantes pueden llegar a tener un desmedido e injusto sentimiento de culpa, rabia, y sobre todo tristeza. Los hijos pueden terminar cuestionando a ambos progenitores por su supuesto pecado mortal derivado del divorcio. Si el niño es “adoctrinado” por el cura durante la catequesis de que sus padres son “pecadores”, y que van a ir al infierno, se puede producir en los hijos, lo que Simón Freud llamaba la muerte psicológica de la figura de los progenitores. El niño siente que sus padres, por el peso de su “grave pecado”, caen del pedestal idealizado donde su hijo los tenía situados, y se puede entrar en una peligrosa dinámica de crisis de valores y de absurdo sufrimiento. Este sacerdote debería saber, que la verdadera naturaleza del pecado “mortal”, se encuentra sólo en nuestro interior, cuando herimos a otras personas innecesariamente.
Señor vicario, la Iglesia debe ser siempre muy sensible al dolor de sus miembros, sobre todo con los más inocentes: “al igual que se alegra con los que se alegran, también llora con los que lloran” (Rom 12, 15). Creo que su sacerdote no le interesa las palabras que el Santo Padre pronunció a este contexto: “Estos hombres y estas mujeres deben saber que la Iglesia los ama, no está alejada de ellos y sufre por su situación. Los divorciados vueltos a casar son y siguen siendo miembros suyos, porque han recibido el bautismo y conservan la fe cristiana”.
Su pupilo eclesiástico, al que usted conoce desde su infancia, debería saber que los hijos de padres separados necesitan imperiosamente reconciliarse psicológicamente con la figura de sus progenitores, y eso no es posible si el niño piensa que están en pecado mortal. Puede ocurrir que, en este síndrome desmitificador de la figura de los progenitores, generado por el cura, aparezcan implicados, además de algunos catequistas, otros miembros de la familia, que trasformados en los más fieles aliados del párroco, pueden utilizar, para su propio beneficio, estos argumentos discriminatorios del sacerdote para hacer daño al cónyuge sin consanguinidad, para ellos frecuentemente, principal culpable de la separación. En este terreno abonado por la intolerancia del cura, la crueldad está servida, y la temible frase: “por culpa de tu padre, la pobre de tu madre irá al infierno”, o viceversa, se encuentra preparada en el arsenal de los tíos y abuelos del niño. Este párroco, consciente de su poder mediático y de maniobra, puede encontrar en algunos senos familiares, un apoyo logístico ideal para sus fines, donde pueden estar como incondicionales aliados, los amigos directos del entorno familiar, pero sobre todo, los abuelos de estos niños, asiduos de su parroquia y de su doctrina. Con este contexto familiar, el cura solo consigue reavivar un fuego, que probablemente, ya estaba apagado antes de iniciar la catequesis, generando una guerra entre dos ambientes, el del padre y el de la madre, que con frecuencia, luchan por la exclusividad de sus hijos, y que probablemente, ya parten con problemas de entendimiento en la logística de la celebración de la Primera Comunión. Este cura puede que esté convencido, en su privilegiado raciocinio, que con sus charlas sobre el infierno y el pecado mortal de los divorciados, hace un bien a los niños de padres separados. Cree que su discurso mediático, podría lograr una utópica y milagrosa reconciliación familiar, donde el hijo actuaría como cemento en la futura unión de los padres. Si el niño consigue este objetivo subliminarmente inducido por el cura, sus padres quedarían perdonados para siempre de su terrible pecado mortal, y por tanto, ya no arderían sus almas eternamente en el infierno. ¿Usted apoyaría este razonamiento, señor vicario? En este sentido le recuerdo las palabras de Teresa de Calcuta: “Nadie puede forzar o imponer la conversión”. El verdadero pecado, señor vicario, está en la actitud de su subordinado, maestro del arte sibilino de “tirar la piedra y esconder la mano”. Pues su craso error es mucho más grave ante los ojos de Dios, en sus potenciales y nefastas consecuencias para el niño, que en sus supuestas buenas intenciones con los padres. Parece que, en su inconsciencia y osada ignorancia psicológica, este sacerdote no quiere saber que, el niño, por su inmadurez, y como embajador de lo imposible, siempre sale perdiendo en esta absurda misión. Este señor desconoce que los hijos necesitan imperiosamente tener siempre una buena imagen, tanto interna como externa, de ambos progenitores, como pilar fundamental de su bienestar y estabilidad psicológica. Hablar mal de sus progenitores, y de su irreversible futuro en el infierno por su pecado mortal, es muy dañino para la integridad mental del menor, que en su perjuicio, entra en un delicado proceso de exploraciones psicológicas y difíciles juicios de valor, que pueden tener un final tan imprevisible como desagradable. Señor vicario, ¿está incluida la psicología infantil en los planes de estudio de los seminaristas? Me parece que no. Por qué no envía a su subordinado, al de siempre, a un curso teórico-práctico sobre este tema. Creo que le hace mucha falta, no solo para evitar futuros episodios como el descrito, sino también para llenar su parroquia de juventud y vida.
Creo, señor vicario, que se debería preocupar usted por las crías catecumenales de su rebaño, y también por el tipo y calidad de las semillas que siembran en los huertos sagrados algunos de sus neófitos agricultores. Estos parten con ventaja, pues dichos terrenos me consta que, ya fueron abonados y labrados por otros que marcharon. Pienso que debería auditar la labor agrícola que se hace en estos campos, tanto en los valles como en las montañas de su universo parroquial. No vaya a ser que, algunos estén sembrando la cizaña, donde otros antes sembraron el trigo.
Señor vicario, debe hacer un esfuerzo especial para garantizar a los padres separados, que sus hijos van a recibir una adecuada y aséptica formación cristiana, una auténtica preparación para la comunión mediante una catequesis impartida por sacerdotes y laicos comprometidos en la dinámica pastoral que marca la Iglesia, sin connotaciones personales basadas en la discriminación y en la intolerancia hacia el divorcio.
Señor vicario, si su “incuestionable protegido” sigue con esa política de acoso y derribo hacia los padres separados a través de la catequesis de sus hijos, puede ocurrir, a corto o medio plazo, que éstos, cansados de su intransigencia y desprecio, opten por la vía rápida de sustituir la incómoda, prolongada y cara logística de la Primera Comunión, por un rápido viaje a Eurodisney, que puede resultar más atractivo para el niño, más cómodo para sus progenitores, y puede que hasta más barato para sus bolsillos, pero sobre todo, para sus conciencias. Termino con la frase de Herta Müller, que parece redactada como excelente corolario para mí artículo: “El cura había parado el reloj de la iglesia. Sus ruedas dentadas no debían medir el tiempo del pecado. El silencio debería acusar al pueblo”.