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El otro Abdelkrim

Llegó a su vida de la misma forma que llegó a la de miles de ceutíes. Al lado de la cama de un hospital. En esa cama estaba su madre, a la que devoró poco a poco un cáncer que obligó a su única hija a abandonar los estudios de Marketing que realizaba en Madrid, para venir a estar junto a ella en Ceuta, su ciudad natal. Dina entonces nunca se imaginó que el doctor Abdelkrim, aquel hombre interesado en todo momento en el bienestar de su madre, fuera a ser una parte de su vida. La más importante. Imbuida en un luto que esconde bajo un velo un rostro ojeroso y cubierto de lágrimas cada vez que le recuerda, ha querido hablar del lado más privado del Doctor Abdelkrim, el que fue su marido durante dos décadas y el que le enseñó prácticamente todas las cosas que aprendió en su vida. “Me lo dio todo, me enseñó todo”.
En el salón de su casa, en la calle Galea donde tantas veces su marido aparcaba el coche y ponía los intermitentes para salir corriendo a atender una urgencia, Abdelkrim sigue aún muy presente. Una mesa repleta de libros al lado de un sofá en el que solía sentarse para seguir aprendiendo, conociendo y desgranando cada uno de los casos que llegaban a sus manos, sigue intacta desde que falleció, casi de repente, hace poco más de un mes. Está siendo complicado de asimilar pero Dina, con paciencia, sabe que la pena transformada en náuseas, lágrimas y pérdida de apetito se irá reduciendo poco a poco. “Perdí a mi madre, luego a mi padre, él lo era todo para mí, pero ahora están nuestros dos hijos y tengo amigos, a compañeros de su trabajo y la herencia de su humanidad que demuestran muchas personas nos ayuda a salir adelante”. Reconoce que era un hombre muy especial y la admiración que sentía por su gran humanidad le ayudaba a comprender su pasión por el trabajo. “Yo no competía con eso. Era algo muy suyo que me hizo quererlo aún más”. Empatizaba con todo el mundo desde el nivel  más alto al más humilde, no establecía diferencias.
Dina habla tranquila, serena. “Quizá fuera eso lo que más le llamó la atención de mí. Que no soy nada histriónica, mi sosiego y que le comprendía. Ni siquiera lo sé, la verdad”, recuerda. Cuando falleció su madre, él fue un apoyo para salir adelante, incluso antes en los días más duros del final de la enfermedad. “Nos daba consuelo, seguridad y poco a poco comenzamos una amistad, alguna vez me invitaba a ir a cenar, pero nunca pensé que vendría a casa a decirle a mi padre sus planes: casarse conmigo”. Ella aceptó. “Me sentía muy bien a su lado, arropada, tranquila, admiraba sus valores y la amistad fue derivando en amor”. Cuando dejó Madrid, dejó también un novio que era piloto. “Simplemente la vida te lleva y dejas atrás otras cosas y en ese momento tenía que permanecer al lado de mi madre”.
Se casaron al año de fallecer la madre de Dina. “Fue un día muy bonito, en Kabila, con jaimas... una boda muy marroquí al lado de personas muy queridas”, recuerda. Y viajaron a la ciudad del amor de viaje de novios. “Yo conocía París así que le enseñé cada rincón, los museos y a él le encantó”. Se fueron a vivir al Morro, un lugar al que Abdelkrim hasta el día que cayó enfermo, seguía acudiendo cada tarde para tratar a pacientes “y donde tiene cientos de libros, en su consulta privada... aún no he podido ir, sigo pensando que va a aparecer por la puerta”.
Ya cuando llegaron de París ella comenzó a sentirse rara. “Me dijeron que estaba embarazada, encima venían dos y yo me atemoricé en un principio porque tengo diabetes ya desde los once años, pero él me ayudaba en todo y llevé el embarazo más o menos bien”. Decidió irse a Cádiz para dar a luz, con un médico ruso amigo de Abdelkrim. Fue un parto complicado, de alto riesgo, pero cuando llegaron Ismael y Omar al mundo, Abdelkrim y Dina se sintieron muy dichosos. “Él ya tenía una hija de su anterior matrimonio a la que adoraba y siempre tratamos de compartir el máximo tiempo posible juntos”.
Dina sabía cómo era su marido, pero lo que muchos no saben es que Abdelkrim era muy hogareño, trataba de mantener esa parcela muy en privado. “Estaba tan lleno de la gente en la calle, que cuando llegaba a casa prefería tranquilidad”. Muchas veces llegaba tarde a comer  y Dina insistía en que la comida recalentada no era lo mismo que la recién hecha, luego veía las noticias, o alguna biografía de un científico o un reportaje. “Le encantaba estar informado de todo y yo le decía que si no se cansaba de tantos políticos”. Le gustaba estar al día pero nunca accedió a meterse en política por mucho que se lo pidieron. “Yo soy médico y quiero estar con los pacientes, no en un sillón o en un despacho”, decía siempre.
Se levantaba muy temprano lleno de energía y se iba al hospital ya para desayunar con sus compañeros. “A media mañana me llamaba para preguntarme cómo estaba, qué tal el azúcar y cómo estaban los niños...”, dice Dina, como si aún no creyera que ya esas llamadas cotidianas no hacen que suene el teléfono.
No le gustaban los viajes largos. Solían pasar las vacaciones en Marbella en un buen hotel. “Le gustaban los buenos restaurantes y relajarse y siempre al lado de la playa porque decía que le revitalizaba”. Una de las últimas escapadas de Abdelkrim junto a Dina fue para ir a ver a su hija Mireya que se encontraba estudiando en Roma. “Lo pasamos muy bien y él estaba feliz”. Tenía ese carácter. De felicidad sencilla y vida de luchador, era raro que se rindiera ante la adversidad y trataba siempre de trasladarle a sus hijos la importancia del esfuerzo. Les adoraba y siempre estaba preocupado por ellos. Muy desordenado pero en casa quería todo colocado, muy coqueto, odiaba la mentira y el egoísmo y amaba Ceuta, donde llegó con apenas unos meses del brazo de su madre.

Enfermó de pronto
Pero en los dos últimos meses llegaba antes de la consulta del Morro. Explicaba que le había subido el azúcar, “para no preocuparnos y que se sentía un poco cansado... ahora comprendo que todo lo hacía para no alarmarnos”. Explica que hablaban de un proceso infeccioso y que el último día le iban a operar para analizar un ganglio porque se apuntaba a una tuberculosis. “Todos los marcadores daban negativos pero él había visto algo, estoy segura y sabía que estaba mal, pero ya el último día me reconoció que no estaba bien”.
Desde entonces parece que la casa está vacía. Ya no se escuchan sus bromas. “Me llamaba negra, la Preysler...” recuerda con media sonrisa. Tampoco olvidará nunca un fin de año que celebraron todos juntos donde “é estaba muy muy feliz”.  Sobre su vertiente espiritual, Dina explica que “su religión era hacer el bien. Si algo salía bien estaba feliz pero si un paciente empeoraba él no podía evitar disgustarse. Su teléfono estaba siempre abierto para ellos simplemente para que escucharan su voz y él pudiera calmarles y tranquilizarles”. Sabe que desde el cielo les está encauzando y dando fuerzas y que cada jueves, como dice el Corán, les visita y quiere que la felicidad continúe en el hogar. “Es duro, pero debe ser así”.

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