La diversidad como algo positivo y enriquecedor se ha convertido en uno de esos mitos nacidos del discurso correcto y que se ha impuesto en las sociedades occidentales con bastante éxito, hasta el punto de que la mayoría de los líderes políticos con independencia de sus pertenencias partidistas, (hablar de ideologías en los partidos actuales resultaría excesivo) utilizan con asiduidad el concepto de diversidad como algo “enriquecedor” e incluso se atreven a plantear, como corolario a ese presupuesto, la existencia de un “derecho a la diversidad”.
Pero la diversidad es un hecho. Es un hecho que las personas somos diversas, que poseemos diversos rasgos étnicos y raciales, que profesamos diversas religiones o ninguna, que utilizamos una lengua determinada o varias, que tenemos diversas preferencias de todo tipo, personales, ideológicas, culturales, etc. Se nos intenta convencer de que el hecho de la diversidad es positiva per se, como si las sociedades fueran ecosistemas dentro esa perspectiva ecologista y conservacionista, muy en la línea de los multiculturalistas que defienden que todas las culturas y sus manifestaciones deben ser conservadas. Pero la realidad es bien distinta. No existe evidencia científica de que las sociedades más diversas sean más “enriquecedoras”, antes al contrario, las sociedades con mayores diversidades de todo tipo se encuentran abocadas a un mayor número de conflictos relacionados con esa misma diversidad. En sociedades con varias etnias o razas se producen un mayor número de conflictos relacionados con esta diversidad (repasen los conflictos étnicos en África o los estallidos raciales en USA), por no hablar de otras diversidades como la religiosa que salpican muchos y variados conflictos o las lingüísticas utilizadas como herramienta para la división social e incluso para la segregación territorial. Sin embargo, en otras sociedades más homogéneas como la japonesa apenas existen conflictos de este tipo o si acudimos a nuestro propio pasado, la homogeneidad étnica y religiosa española mantenida hasta hace unas décadas habría limitado la conflictividad de este tipo. La realidad es que las personas se sienten más cómodas y mantienen lazos más fuertes con aquellos que se les parecen y no con quienes consideran se encuentran más alejados de su identidad. Esa es la razón por la que los inmigrantes cuando llegan a una nueva sociedad se concentran en determinados barrios o zonas de las ciudades ocupados por personas de su mismo origen, religión o cultura, eso que Bayona i Carrasco llama “puertos de primera entrada”. Y esa es también la razón por la que en ciudades como Ceuta se produce una segregación y concentración residencial según la etnia o la religión. Resulta por tanto conveniente y necesario que aprendamos a vivir con esta realidad pero no que nos intenten convencer con argumentos falaces que provocan la reacción contraria a la esperada.
La diversidad de Ceuta es una de sus características pero no aporta una mejora económica y social como pretenden algunas líderes locales, aunque si faciliten un mejor conocimiento de manifestaciones culturales secundarias como la gastronomía o alguna festividad pública. Lo que si produce esa diversidad, y el uso que de ella hacen las elites, son nuevas tensiones sociales como las que introduce la pretensión de un reconocimiento oficial del dariya. Como recuerdan Carlota Solé y Amado Alarcón: la política lingüística redistributiva (que fomentan las lenguas particulares y la conciencia lingüística del grupo frente a otros) no es propiamente una política a favor de las lenguas minoritarias, aunque este revestida de esta fraseología, es una política que favorece a un grupo dominante, o que aspira a serlo, en su propio espacio territorial.