Lejos, como las playas con piedras de platino. Lejos, como el libro que allí los ángeles escondieron.
Reza entre los habitantes de Calamocarro, que el libro de la vida está escrito, pero que nadie lo ha leído. Sólo el que vive entre tanta belleza puede alcanzar tanta certidumbre. Lejos se hacen los dos meses que Carlo lleva viviendo en la playa que se oculta a los ojos del forastero.
Era cercana la hora del cierre en la posada del Cateto cuando un individuo de aspecto humilde se presentó sin más; a lo que el dueño inquirió:
–“No mucha gente viene por aquí, y menos si no media motivo. ¿Qué alma se esconde tras la voz del peregrino”.
–“He rodeado el mundo en busca de lugares; lugares sempiternos donde escribir mi libro. Por veinte años he estudiado la estirpe de los pueblos, sus costumbres, y he asimilado los mitos más extendidos. El Libro de Calamocarro es de los más conocidos. Ha llegado el momento de romper mis cadenas, eso es todo. Todo lo que hablo es todo lo que digo”.
Carlo enseñó entonces su bolsillo con tres monedas de oro, que bien pudieran servir de abrigo. De hecho, le sirvieron para comprar un fardo de pellejos al pastor, por momentos persuadido.
Carlo hizo sí una estructura de maderas y la forró del pelaje con que combatir el húmedo frío.
–“Es un tipi. Lo aprendí del pueblo amerindio, allende los mares. ¡Cuánta lluvia ha caído!”.
Tras la puesta de sol los lugareños se juntaban en la posada, y allí tenían asiento el relato de viejas historias, de sabios caminantes y hábiles marinos, que caldeaban el ambiente. Y Palomo, agradecido invitó a una ronda: “¡Bebamos como es debido!”.
Carlo probó del vaso, y haciendo un gesto de amargura, bromeó imitando a un viejo lobo de mar: “En la región de los mares el agua dulce es como el vino”.
En realidad el agua de Calamocarro disfrutó de fama entre aquellos que emprendieron el camino, pues era el último punto de provisión antes de sortear el monte de la Mujer Muerta, y enfrentarse al desierto de Isnir Malar, donde el sol nunca descansa y las arenas abrasadoras castigan a los incautos.
Al otro lado el Jardín de las Hespérides, donde los dátiles de sus palmeras otorgan la salud inmortal. Sólo el conocedor del lenguaje de las estrellas podrá vencer en la travesía.
Al día siguiente, un hilo de humo saliendo del tipi avisa que Carlo encendió la candela.