La acción que estoy llevando a cabo de escribir tiene mucho que ver con la burocracia. La escritura nació en el Próximo Oriente como resultado de la necesidad de las primeras civilizaciones de llevar un registro del volumen de las cosechas y de otras posesiones. Con el paso del tiempo, además de números, algunas personas sensibles empezaron a escribir poemas y leyendas.
No obstante, la cantidad de libros escritos nunca será comparable al número de documentos oficiales que todos los Estados han ido generando desde que dieron sus primeros pasos. Al exponencial crecimiento de inmensas montañas de legajos ha contribuido, y mucho, la promulgación de cientos de leyes y normas legales.
Estas leyes, sin duda, tienen su utilidad, ya que establecen unas reglas generales para el correcto funcionamiento de la economía y la sociedad. Al principio era tan simples y escuetas que colgaban a la entrada de las ciudades para que propios y extraños las conocieran y respetaran.
En la democracia ateniense no se necesitaban leguleyos profesionales: el papel de jueces y jurado lo ejercían los propios ciudadanos. Bien es cierto que en la antigua Grecia el título de ciudadano no tenía un simple valor decorativo. Se tomaban muy en serio su condición de ciudadanos educándose, desde pequeños, para “gobernar y ser gobernados”, como dijo Aristóteles.
Este compromiso lo adquirían los jóvenes atenienses cuando alcanzaban la mayoría de edad jurando delante de la comunidad cívica un manifiesto en el que, entre otras cosas, se comprometían a lo siguiente: “Combatiremos por los ideales y cosas sagradas de la Ciudad, solos o con el apoyo de todos. Respetaremos y obedeceremos las leyes de la Ciudad y haremos cuanto esté a nuestro alcance para suscitar un respeto y una reverencia iguales en aquellos que están por arriba de nosotros…Nos esforzaremos incesantemente por promover el deber cívico en la ciudadanía. Así, en todas estas formas, transmitiremos esta Ciudad, no sólo menor sino mayor, mejor y más hermosa de lo que nos fue transmitida a nosotros”. Sería magnífico que este texto lo trabajaran nuestros niños y niñas en las escuelas y en los institutos.
El mundo que nos ha tocado vivir necesita de manera urgente personas dispuestas a luchar por ciertos ideales básicos, como la libertad, la igualdad o la justicia, “solos o con el apoyo de todos”. Vivimos en una sociedad en el que el valor de la acción individual es despreciado. Toda aquella reivindicación que no mueva a una masa importante de personas se considera un fracaso. No se valora el contenido de lo solicitado o denunciado, sino la capacidad de movilizar a más o menos personas. Como escribió Henry D. Thoreau en su conocida obra “Desobediencia Civil”, “un hombre con más razón que sus conciudadanos ya constituye una mayoría de uno”.
Este mismo autor, pero en otras de sus conferencias, espoleó a la audiencia diciendo que “un hombre eficiente y valioso hace lo que sabe hacer, tanto si la comunidad le paga por ello como si no le paga. Los ineficaces ofrecen su ineficacia al mejor postor y están siempre esperando que le den un puesto. Como podemos imaginar, raramente se ven contrariados”.
De lo dicho por Henry hace más de un siglo y medio se desprende que el enchufismo de los más inútiles en las administraciones locales no es un fenómeno nuevo. En cuanto al respeto de las leyes, parece que también estamos bastante lejos del ideal democrático ateniense. En Ceuta ciertas normas fundamentales como el pedir permiso para construir o reformar tu casa se la saltan no pocas personas. El problema de las construcciones ilegales ha adquirido unas dimensiones inquietantes.
No es nada nuevo en Ceuta, pero preocupa, y mucho, que nuestros gobernantes no tenga más remedio que reconocer son incapaces de atajar un fenómeno que está deformando la imagen de nuestra ciudad hasta hacerla irreconocible. Aquí se unen muchos factores. El primero es la ineficacia de las actuales leyes y de toda la burocracia que lleva aparejada. Tampoco ayuda mucho la escasez de medios humanos para la apertura, redacción y ejecución de los expedientes de paralización y demolición de las construcciones ilegales. Si las leyes son ineficaces mucho están tardando en solicitar que las cambien al Estado Central, que es quien ostenta las competencias urbanísticas.
A los ciudadanos nos genera una gran desazón comprobar que las leyes parece que sólo sirven para algunos, mientras que un sector no minoritario de la sociedad las incumple de manera sistemática sin que les pase absolutamente nada.
En nada contribuye al respeto de las leyes la continua constatación de que “aquellos que están por arriba de nosotros” se las saltan en nuestra cara con una desfachatez que espanta. Podríamos poner muchos ejemplos cercanos. Nos viene a la mente el incumplimiento del PGOU en la determinación de usos en la Manzana del Revellín o la falta de atención a normas medioambientales tan importantes como las que tienen que ver con la contaminación acústica o la gestión de los residuos.
No incentiva mucho a los ciudadanos para que reciclen si luego comprueban que los cartones que han depositado en los contenedores azules son mezclados con el resto de la basura. Respecto “a promover el deber cívico en la ciudadanía” es difícil encontrar una administración tan distanciada del fomento de la participación cívica como la ceutí. Hay muchas asociaciones que son financiadas con dinero público que hacen una labor encomiable en la atención de personas dependientes o que requieren la solidaridad colectiva, o bien fomentan distintas prácticas deportivas o promueven actividades educativas y culturales.
Todo esto está muy bien, pero no nos referíamos a esto cuando hablamos de participación ciudadana. Sobre lo que llamamos la atención es sobre la necesidad de trascender el estrecho concepto de la democracia al simple gesto de votar cada cuatro años. Lewis Mumford, en su obra “The conduct of life”, animaba a los ciudadanos a dedicar parte de su tiempo y energía al servicio público en la comunidad.
Desde su punto de vista, que compartimos, es urgente iniciar un proceso de reabsorción del gobierno por parte de los ciudadanos como una salvaguarda contra la excesiva burocratización de la sociedad. Las administraciones tienen que ser objeto de una crítica vigilante y propiciar, al mismo tiempo, el ejercicio de la iniciativa democrática. Sin embargo, el gobierno de la Ciudad de Ceuta avanza en la dirección contraria. Cada día encaja peor las críticas, se muestra más opaco (algo de lo que tiene sobrada información la Oficina del Defensor del Pueblo) y mantiene inactivos la mayor parte de los órganos de participación ciudadana, como el Consejo Sectorial de Medio Ambiente. No quieren escuchar la voz de los colectivos que nos dedicamos a la conservación de la naturaleza y, mucho menos, verse obligados a adoptar algún tipo de compromiso. Bueno, la verdad es que esto último tampoco es que les preocupe demasiado.
Son maestros en el arte de prometer y no cumplir. Por último, de aquello a lo que se comprometían los jóvenes atenienses de transmitir la ciudad “no sólo menor sino mayor, mejor y más hermosa de lo que nos fue transmitida a nosotros”, sólo les interesa la primera parte, es decir, la que animaba a que la ciudad crezca en tamaño y población. Lo que es bueno para los negocios es lo mejor para la administración, piensan nuestros gobernantes. Todo vale para mantener un entramado burocrático costosísimo y, en muchos departamentos, ineficiente.
La idea subyacente del crecimiento ilimitado tiene como una de sus consecuencias tangibles el afeamiento de un lugar tan hermoso, mágico y mítico como Ceuta. Todo esto sucede ante los ojos de una ciudadanía que incumple el primer mandato del juramento democrático: “combatir por los ideales y cosas sagradas de la Ciudad, solos o con el apoyo de todos”.