El 20 de junio de 1789 los soldados del rey Louis XVI de Francia, bajo el pretexto de unas remodelaciones, impiden que los diputados del Tercer Estado se reúnan en la sala del Hôtel des Menus Plaisirs en Versailles, lugar donde se celebran las sesiones de los Estados Generales.
En lugar de conformarse, agachar la cabeza y aceptar los dictados de la superioridad armada, 300 de esos 578 diputados franceses se citan el sala del juego de la pelota y juran “no separarse jamás, y reunirse siempre que las circunstancias lo exijan hasta que la Constitución sea aprobada y consolidada sobre unas bases firmes”.
El 14 de julio se toma y destruye la prisión de la Bastilla, símbolo del absolutismo.
El 4 de agosto, la Asamblea Nacional constituyente suprime el sistema feudal y el 26 se aprueba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
El resto ya lo conoce, porque esa Libertad de la que hoy disfruta se la debe a un puñado de diputados que, un verano de 1789, se conjuraron por la libertad de todas.
Pero eso era en 1789.
Hoy, tristemente, hay quienes quieren recuperar el tiempo perdido y se están empeñando en hacernos retroceder a empujones 250 años en el tiempo, como poco.
La evidencia está ahí: el absolutismo está cada vez más presente y el feudalismo de las privilegiadas se hace cada vez más potente, mientras las nuevas siervas de la gleba perdemos a diario lo que, duramente, conquistaron nuestras madres y abuelas.
Asistimos, prácticamente impasibles, a la destrucción del planeta y a la aniquilación de poblaciones enteras bajo la metralla de las bombas o la hambruna al servicio de los intereses creados.
Vemos, sin casi inmutarnos, como las políticas –no todas, vuelvo a insistir- se sirven de sus cargos para enriquecerse y/o engrasar las maquinarias de los partidos, en lugar de ponerse a disposición de las ciudadanas que las eligieron.
Aceptamos, sin apenas parpadear, que los principios de Libertad, Igualdad, Fraternidad y Laicidad (tan caros a quienes dieron Luz a los siglos pasados) sean pisoteados, ninguneados y hasta prohibidos… siempre por nuestro bien, claro.
Consentimos, con microscópicos atisbos de protesta, que a nuestras hijas no se les enseñe a razonar o a pensar, ni se despierte en ellas el espíritu crítico. Cierto es que los rebaños son más dóciles y más fácilmente controlables que los corazones llenos de mundos nuevos.
Resignadas estamos a tragarnos que, a pesar de la aplastante lógica que indica lo contrario, los servicios públicos privatizados son la panacea para una sociedad que, según el Poder, ha vivido por encima de sus posibilidades. Así, para nosotras ya va siendo normal que quien más tenga pueda disfrutar, en detrimento de quien nada posea de una sanidad de calidad, entre otras cosas.
Accedemos a tragarnos, con fría determinación y mirando hacia otra parte, que unas personas tengan más derechos que otras. Eso sucede bajo una absoluta indiferencia, a pesar de que esos seres de otras latitudes, como nosotras, tienen un corazón, dos pulmones, dos manos y un par de ojos.
Al mismo tiempo, seguramente por el bombardeo constante al que estamos sometidas, empezamos a aplaudir los razonamientos que defienden a ultranza el derecho de sangre sobre el derecho de suelo (muy en la línea Marine Le Pen y de la Derecha europea más dura), como si las tierras por labrar entendiesen de razas o color de pasaportes.
Ya no nos parece raro que eso que en los libros de historia llaman “Libertad de Expresión”, se vaya transformando en una simple mención, o en propiedad de las grafiteras (con suerte) mientras nos adentramos en el mundo que tan bien describió en su obra 1984 el escritor anarquista George Orwell.
También nos hemos acostumbrado a las descargas de miedo diseñadas en una elaboradísima doctrina del shock; tanto es así que estamos al borde de la lobotomía. Y vaya si hacen efecto. Miren a Francia, por ejemplo.
Así pues, parece que está llegando el momento de tomar una decisión, y no existen muchas opciones para elegir. O dejamos que las cosas sigan a la deriva y acabaremos de nuevo esclavizadas, o tomamos conciencia de que sólo en nosotras se encuentra la solución para liberarnos de los distintos bozales a medida que nos van colocando con más o menos delicadeza.
Resulta apremiante que, al igual que en aquel 20 de junio de 1789, nos juramentemos para que no nos sigan pisoteando.
Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero quizás deberíamos considerar seriamente la posibilidad de encontrar una sala de juego de pelota y juramentarnos contra la intolerancia y la sutil (o no tan sutil) dictadura que nos ahoga a diario. Es una cuestión de pura supervivencia.
Claro que si las cosas se ponen muchísimo más feas, siempre nos quedará la opción de tomar nuevamente la Bastilla. Pero, sinceramente, esta vez no creo que nos lo permitan.
“Ellas”, a diferencia de nosotras, sí aprenden.