Opinión

El instinto de curación

No somos lo que muchos piensan de sí mismos o lo que la propaganda y la voz constante en off trata de hacernos pensar. En el artículo del sábado pasado se puso de manifiesto la posibilidad de llegar a ser lo que somos realmente, muy por encima de esa apariencia remilgada, quejica y adulterada de simio pagado de sí mismo y rodeado de todo tipo de distracciones y vacuos juegos que acallen su conciencia. El mito fue el hilo conductor utilizado para intentar hacer ver que, pase lo pase, tenemos un pasado plagado de simbolismo y trascendencia como la mayor especie cultural en el planeta tierra que somos.

En el artículo de hoy deseamos aportar una conducción basada en la nueva revolución de científicos, y también estudiosos de las humanidades, que tratan de reflexionar filosóficamente incorporando las emociones y el buen sentido para mostrar que otro mundo es posible. Se trata de un resurgir mestizo de conocimientos, ilusionante y apasionante por todo lo que significa para nuestra especie en su ascenso hacia su autoconocimiento. Esto nos dará alas para poder influir adecuadamente en el entorno que nos cobija y buscar la plenitud vital, lejos de toda esta demografía acelerada y este insultante maquinismo dislocado que más y más nos aleja de la naturaleza, y por ello del bienestar y la paz que nuestra psique necesita. Desde los laboratorios de investigación fisiológica, médica y psicológica, pasando por los centros de pensamiento filosófico y etológico unido a las campañas de exploración natural en los ecosistemas, se está generando un inmenso volumen de información que podría ayudar a causar paulatinamente el despertar hacia un nuevo ser humano. Un re-enraizamiento animal en los ciclos del planeta con todos los conocimientos adquiridos a través del desarrollo tecnológico.

Salvo nuestra madura y desquiciada especie no se conoce ningún otro ser vivo familiarizado con la teoría de la enfermedad y sobre como se desarrollan las respuestas fisiológicas que nos mantienen vivos. Esto no impide que las especies que pueblan nuestro amplio planeta no tengan un bien instaurado instinto de sanación y de consecución del bienestar. La higiene adecuada, la vacunación y la medicación natural con algunas simples intervenciones terapéuticas que forman parte de la base de la moderna medicina, a la vez que son prácticas comunes de las especies animales. Seria un tanto arduo sintetizar en estas líneas todos los mecanismos y recursos de los animales para desparasitarse externa o internamente, de la misma forma también nos llevaría mucho tiempo analizar las estrategias y usos culturales de algunas especies en relación a la ingestión de medicamentos.

Los animales saben lo que deben comer y donde encontrarlo y nuestra especie tuvo un pasado mucho más ancestral en el que las prácticas más pegadas a la tierra eran habituales, nunca mejor dicho. Ya Alejandro de Humboldt habló de los Otomacos como tribus comedoras de tierra “una arcilla crasa y untuosa, verdadera arcilla de alfarero” en las orillas del río Orinoco (Alejandro de Humboldt, capítulo XX de Cuadros de la Naturaleza).

Comer tierra no es nada descabellado pero puede ser algo profundamente repulsivo para la mayor parte de los humanos altamente tecnologizados de los modernos países, sin embargo les convendría saber que al principal componente del medicamento más vendido del mundo contra la diarrea proviene de la simple arcilla, que favorece la expulsión de virus, bacterias y hongos por medio de las heces. También es interesante comprender que la centralización cerebral no significa que todo este realmente controlado por el cerebro y para ello los avances microbiológicos están demostrando la capacidad de control nervioso y hormonal del sistema digestivo y sus simbiontes del propio y tan enaltecido cerebro humano; existe un ancestral vínculo gástrico-cerebral a través del nervio vago, tan poco entendido como nuestro ecosistema interior (véase McAuliffe, 2016).

Pero para curarnos, antes debemos entendernos y querernos tal y como somos, desechando estos modelos humanos propios de fanáticos ya sean aquellos que defienden nuestra supremacía sobre el resto del mundo animado e inanimado porque somos hijos de un supuesto creador que nos ha construido a su imagen y semejanza; ya sea por los que piensan, también fanáticamente, que somos un producto del universo sin objeto ni fin pero que gracias a nuestra capacidad cerebral estamos hechos para reinar sobre todo e imponer la fuerza y el poder para acumular toda la riqueza material posible. El nuevo filósofo debe retar a la máquina en el sentido Mundfordiano del término, a la luz de los hallazgos en los diferentes campos del saber, y descabalgarla de su corcel cartesiano para mostrarle un universo lleno de ciclos por descubrir. Será tarea ardua destronar a las teorías alienantes y simplificadoras de la realidad basadas en supuestos hechos demostrados en laboratorios con experimentos sesgados. Como el supuesto desarrollo cognitivo lineal de nuestro cerebro, que no es comparable a una escalera sino más bien, en palabras de Kurt W. Fischer, a una compleja red de interacciones y de atractores, senderos convergentes y divergentes, ciclos……..progresiones y regresiones, discontinuidades y niveles estables de rendimiento. O el enfermizo concepto de “cerebralidad” que es la reducción de nuestro ser a los procesos fisiológicos cerebrales y a partir de hay construir una repugnante identidad científica de la humanidad; los que defienden estas identidades son, en palabras de Jürgen Mittelstrass, aquellos que definen exclusivamente a las personas por sus cerebros.

Lo cierto es que el cerebro es dinámico y flexible y por ello pudo adaptarse al aprendizaje de la lectura y la escritura, una notable hazaña de la corteza cerebral y el cerebelo que está basada en una reorganización de neuronas pero que nos indujo a perder capacidades neuronales reconfortantes para nuestra naturaleza animal (véase M. Wolf, 2016). Por todo lo expuesto, cabe reflexionar no solo acerca del alejamiento de nuestro propio yo animal sino también de la obsesión por dejar la naturaleza de lado y servirse de ella a voluntad. En este camino hemos sembrado la destrucción de los ecosistemas y de muchos de los seres que lo poblaban a la vez que nos hemos convertido en una plaga de huraños, malhumorados, vacuos y vacíos de simbología y trascendencia, donde muchos solo aprecian lo superficial y meramente material. Además de las bondades conseguidas a través de la revolución científica y tecnológica, gran parte del resto de la civilización se ha convertido en incrementar la riqueza y el poder de algunos, dejando a la intemperie a la mayoría.

En nuestra Ceuta de hoy en día, la nave municipal está gobernada por una mente mecanicista cuya única trascendencia la encuentra en los templos cristianos. Solo esperamos que no se eternice en la política y podamos ver otro tipo de persona al frente del estamento municipal. Es urgente que los ceutíes nos sanemos a nosotros mismos para poder comenzar con los planes de reconstrucción natural de nuestro frágil, bello y mágico territorio que nos devuelva la inspiración perdida y la creación de nuevos mitos o la recuperación de los olvidados y de la herencia oral de nuestros antepasados. Por eso creemos que los mandamientos de Goodall & Bekoff pueden ayudar a reorientar nuestras pasos hacia un simbolismo naturalista que recupere el esencialismo de Ceuta al que nos referíamos en el anterior artículo.

Para ello, incluyo una versión libre de estos mandamientos con ciertas modificaciones: debemos celebrar que somos parte del reino animal y respetar todas las formas de vida; abrirnos a la naturaleza y aprender de ella con humildad enseñando a los demás a respetarla y amarla; convertirnos en una élite animal con una demografía moderada y conservando los ecosistemas en beneficio de la belleza, de la sabiduría y de la elevación moral; ser coherentes y éticos hasta el final sin perder la alegría ni ennegrecernos. Acercarnos de esta forma a la naturaleza, ensanchará la mente, desarrollará el cerebro sin malformaciones, sanará nuestra psique y con el tiempo hará germinar la consciencia profunda de lo que somos y de lo que nos une a nuestra diosa creadora “la biosfera”.

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