La revolución tecnológica iniciada a finales del siglo pasado está inundando todo el espacio individual y colectivo hasta llegar al fondo del alma humana. Todo cabe en un suspiro. La fugacidad se ha adueñado, también, de los sentimientos. La capacidad de conmoción se ha reducido hasta el extremo de que hechos o situaciones terribles sólo duran en la conciencia colectiva el tiempo imprescindible para ser sustituidos por un titular posterior. Una de las consecuencias más perniciosas de este nuevo modo de entender la vida es que los problemas cuya solución requieren sosiego y reflexión son postergados indefinidamente, aumentando paulatinamente su dosis de gravedad hasta el estallido final que los convierte en irresolubles.
Eso nos está sucediendo con la Barriada del Príncipe en nuestra Ciudad. Coincidiendo con hechos puntuales de extrema gravedad, se rescata para el escaparate público de la indignación cuanto allí acontece. Se produce un efímero clamor efervescente, que desvanece en cuanto termina el entierro. Al día siguiente todos pensamos en el partido del domingo. Abundamos en la estúpida creencia de que lo que no vemos (u oímos) no existe. Lamentablemente, el indescifrable mar de fondo continúa su curso inexorable con destino imprevisible. Porque, aunque parezca increíble, la verdad es que no contamos con un diagnóstico rigurosamente científico sobre los fenómenos sociales que dibujan la compleja realidad de “El Príncipe”.
Es muy difícil acertar con el remedio sin conocer la enfermedad. Por ello es preciso pensar, dialogar y debatir con serenidad y profundidad. Pero falta voluntad y práctica. Intentaremos aportar ideas.
La teoría más extendida, porque a su vez es la más sencilla y cómoda de abordar, es que los problemas de “El Príncipe” se solucionan con cemento. Se constriñe el conflicto a un mero déficit de equipamiento, de forma que la construcción de aquellas infraestructuras básicas de las que carecen los vecinos en este momento, normalizaría automáticamente la vida en la barriada. Es la doctrina oficial sostenida por las administraciones (in)competentes. Es una visión excesivamente miope. Siendo ésta una condición necesaria, no es ni mucho menos suficiente. La solución de los problemas sociales es mucho más complicada. Y en “El Príncipe” existe un problema de carácter social de enorme envergadura. La acumulación consentida de paro y marginación durante demasiado tiempo, acompañada de un importante crecimiento demográfico, ha ido generado una conciencia de colectivo estigmatizado y rechazado por el estatus de poder. “El Príncipe” se ha ido desgajando psicológicamente del conjunto de la Ciudad, constituyéndose, cada vez más, en una comunidad diferenciada incrustada en un hábitat hostil. Esta es la percepción que tienen la mayoría de los jóvenes que allí viven, o allí se refugian. Es la consecuencia de la inexistente política de integración, que la dimensión cuantitativa permite mostrar de un modo palpable, intenso y descarnado.
La solución de “El Príncipe” debe comenzar por cambiar esa mentalidad. No con palabras, sino con hechos. La gente de “El Príncipe” debe sentir en su corazón el afecto sincero de la sociedad, y debe tener la certeza de que la igualdad de oportunidades no es una utópica mentira utilizada para adornar los discursos de los poderosos. Aunque pueda sonar estridente, en especial en la conciencia de los sectores más reaccionarios (muy nutridos por cierto), la política de integración debe contemplar la “discriminación positiva” como elemento vertebrador de un proceso de reequilibrio social. Y esto es muy caro. Propiciar la integración de un volumen considerable de la población en todos los ámbitos de la vida social (desde el laboral al lúdico pasando por el cultural, educativo o asociativo) implica la movilización una gran cantidad de recursos. La duda surge en saber si una sociedad (representada mayoritariamente por el PP) que es incapaz de aceptar que sea declarada festividad local la celebración del fin de Ramadán (en un Ciudad en la que el cincuenta por ciento de la población de hecho es musulmana), está dispuesta a situar la inversión en integración como una prioridad política. Seguiremos chocando contra el muro de la hipocresía, que nuestros gobernantes están elevando a la categoría de arte. Todos dicen que quieren arreglar “El Príncipe”; pero nadie quiere asumir compromisos firmes más allá de la palabrería huera.