Categorías: Opinión

El horror en la vida

A lo largo de nuestra vida seguro que hemos oído expresiones como: “la vida es bella”, “merece la pena vivir la vida”... o similares. Y efectivamente, la vida merece la pena ser vivida, está llena de momentos únicos e irrepetibles que merecen calificarla de esa forma. Pero hace mucho tiempo que llegué a la conclusión de que la felicidad son trocitos de tiempo, escasos y minúsculos trocitos de tiempo que pasan ante nosotros y se nos escapan de entre las manos cuando intentamos retenerlos, disfrutar de ellos, hacer que permanezcan cerca y no se marchen de nuestro lado. La vida es tiempo que transcurre inexorablemente, sólo eso.
En circunstancias normales, los hijos entierran a los padres pero en situaciones especiales (como por ejemplo, una guerra) son los padres los que han de enterrar a sus hijos aunque, por desgracia, esto no sólo ocurre en las guerras...
Recuerdo a Fernando de mi época de estudiante en el Instituto de Bachillerato, los años previos a mi ingreso en la Universidad. Lo recuerdo como un chico alegre, desenfadado, siempre con ganas de bromear y divertirse. Con frecuencia jugábamos juntos al fútbol. Eran partidos llenos de pasión y entusiasmo donde tratábamos de emular a nuestros ídolos de entonces: Cruyff, Beckenbauer, Pirri, Muller... Era el tiempo también de las primeras salidas los fines de semana: el cine, el primer contacto con las chicas... Vivíamos con la felicidad propia de la ignorancia, de no saber lo que es realmente la vida, de no imaginar los sinsabores y las duras situaciones que nos pueden esperar en el futuro. Era la época de mayor felicidad, la felicidad del ignorante.
Con el final de los estudios en el Instituto, el tiempo nos separó. Cada uno siguió caminos diferentes y nos distanciamos hasta el punto de perder definitivamente el contacto el uno con el otro. Yo a veces me acordaba de él y trataba de imaginar qué habría sido de su vida. Así pasaron los años y cuando me di cuenta, lo había olvidado completamente. Hasta que hace poco lo volví a ver.
Era él, era mi antiguo compañero de estudios, Fernando. Era él, pero ya no era él. Poco quedaba del Fernando que conocí treinta y tantos años atrás. Lo encontré como cansado, envejecido, excesivamente envejecido para su edad, que es la misma que la mía. Y, sobre todo, lo vi derrumbado, abatido, como si algo muy grave y funesto hubiera caído sobre él.
No me atreví a acercarme a él esa primera vez que lo vi, no tuve el valor suficiente. Es necesario encontrarse con un estado de ánimo fuerte cuando sabes que vas a recibir una mala noticia, aunque a ti no te afecte directamente. Quizás sea por el paso de los años que ablanda las cosas, hasta el corazón de las personas, pero he observado que ahora no sólo me producen abatimiento las cosas que me traen consecuencias negativas directas, sino aquellas que afectan a otras personas, incluso a desconocidos. En cierto modo esto es bueno porque me recuerda que soy humano y que no debo interesarme sólo por mí, sino también por mis semejantes.
Sin embargo, mi conciencia me decía que no podía ignorar a mi antiguo amigo cuando su aspecto delataba claramente que alguna desdicha le había ocurrido.
Así pues, la segunda vez que lo vi me dirigí a él. Me interpuse en su camino y lo saludé como solía hacerlo tiempo atrás.
“Eh, Beckenbauer, ¿ya no te acuerdas de mí?”.
Levantó la mirada del suelo y me miró sin reconocerme. Con la segunda frase que le dije ya no tuvo dudas sobre quién era ese desconocido que había rescatado recuerdos de décadas lejanas.
- “No seas tan lento. Pásame la pelota rápido y verás como marco”.
Me abrazó con fuerza e inmediatamente advertí que su corpachón cansado se estremecía en sollozos. Lo aparté con delicadeza sin dejar de estrechar con fuerza sus brazos y le propuse que nos sentáramos en una cafetería cercana. Él asintió con la cabeza sin ser capaz de emitir palabra alguna.
Una vez sentados en una mesa y con una taza de café ante nosotros, me explicó el motivo de su evidente abatimiento. Hacía veinticuatro días que su hija de veintidós años había fallecido.
Me estremecí cuando me lo dijo y me estremecí aún más cuando me relató algunos detalles de la lucha que toda su familia había entablado durante los últimos siete años, tratando de salvar la vida de su hija, cómo el sufrimiento y la impotencia los había sumido en un abatimiento vital del que veía muy difícil la salida. Hablamos y hablamos y traté de animarlo, pero a veces las palabras de ánimo son como cuchillos que se te clavan en lo más hondo de tu ser, porque sabemos que son sólo eso, palabras que no sirven para recuperar esa pérdida que te produce tanto dolor.
Desde ese día, hablo con frecuencia con Fernando e intento ayudarle con mis palabras a llevar su pesada carga de amargura y desconsuelo. Pero es muy difícil. Dicen algunos que el verdadero infierno no hay que buscarlo en la otra vida sino en esta misma que vivimos, y creo cada vez más que llevan razón. A menudo nos creamos nuestro propio infierno o se lo hacemos padecer a otros, cada vez que causamos dolor, cada vez que hacemos sufrir.
Fernando tiene que atravesar el infierno en el que ahora se encuentra y sólo el tiempo y el apoyo de su familia y sus amigos le harán salir de ese pozo profundo en el que ahora está.
La vida no siempre es bella.

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