Hace un par de sábados, en el estreno de una supuesta cinta comercial, éramos cinco los espectadores que despoblábamos la sala. Uno, dos, tres, cuatro y cinco. No más. Un repóquer de cabezas diseminadas entre un aforo de casi 300 butacas. Todo un máster práctico en crack empresarial. Unos días después, el experimento de rebajar el precio de la entrada hasta tocar el suelo de los 2,90 euros arrojó imágenes de clientes aguardando en todo el país a lo largo de interminables colas que circundaban las salas. Problema de cálculo para un alumno de Primaria: ¿factura usted más con cinco clientes a 9 euros o con 300 a 2,90? Pues no, se equivoca, el gremio atrincherado de la cultura opina lo contrario.
“El sector se muere”, denuncian galeristas, cineastas, artistas, productores y todo aquel romántico que apostó por orientar su supervivencia vital hacia el socavón histórico de la cultura patria. No les falta razón: el personal, salvo en contadas excepciones, suele estrechar el cinturón en época de crisis por el extremo que intuye más superfluo y en esa carrera de preferencias la barra de pan sigue sacando tres cabezas de diferencia al libro o el DVD. El guillotinazo final lo propinó Hacienda y su cuestionable incremento del IVA cultural, tan inoportuno como estéril (¿para qué intentar rascar de donde, incluso antes de hundirse el PIB, ya había más desierto que manantiales?).
Asumido el vendaval en contra, al sector tampoco le vendría mal aceptar de una vez por todas –ya toca– que ha ido esculpiendo en mármol su propio epitafio. Como los periodistas, que nos hemos aferrado al papel mientras internet nos devora por los pies, el sector cultural sigue agarrado a esquemas del Siglo XIX: las agencias de viaje se han reconvertido en gigantescos portales en la Red y hasta el tendero de la esquina tiene una web, más o menos útil, que te permite con un click comprar y recibir en la puerta de tu casa, pero sin embargo las salas de los cines no se han movido un centímetro del esquema que inventaron los hermanos Lumière hace siglo y cuarto, y las editoriales se niegan a dejar de rendir tributo a la imprenta de Gutenberg. El desembargo de la tecnología no es una amenaza, más bien una oportunidad, pero el reciclaje siempre fue enemigo íntimo de la pereza y el acomodo.
El diablo es la piratería. Sí, aceptamos el derecho al pataleo de escritores, cantantes y actores porque sólo a los masoquistas o a los creadores hiperfilantrópicos les puede hacer gracia que alguien les birle el sustento. Pero no cuela entre los márgenes de la lógica que uno bucee entre los estantes de DVD clásicos de un gran centro comercial de la Península (encontrarlo en Ceuta ya es una quimera) y te quieran cobrar 22 euros por La reina de África. No, no me gusta apropiarme de lo ajeno y piratear, pero si Bogart lleva muerto la friolera de 56 años y el director guarda reposo en un camposanto prácticamente lo mismo, igual alguien está intentando tomarme el pelo, y no está mi cartera como para financiar el cambio de azulejos del vigesimoséptimo cuarto de baño de algún productor de Florida. Otro ejemplo: un libro recién salido del horno editorial, en papel de toda la vida, del que huele a nuevo, se coloca en un estante por 23 euros, pero en su versión en ebook (el que debería ser nuevo filón, que no acarrea gasto de impresión, ni de transporte, ni comisión de la librería que lo vende) pretende cobrarse a ¿17 euros? El trampolín hacia la piratería, con mil páginas en internet donde descargarse un título es cuestión de diez segundos por 0,0 euros, lo están deslizando las propias editoriales, ávidas de un negocio en el que el escritor, al final, sólo huele un mísero euro por ejemplar. El resto se lo esnifa la voracidad de los intermediarios.
El sector cultural merece ser mimado, alimentado y sostenido, pero igual debería asumir que el cliente rehúye el abuso. Un ebook, que no es más que un pdf decorado, a 17 euros es el timo de la estampita, igual que intentar facturar 15 euros en pleno Siglo XXI por un disco de los Beatles o 30 euros por una lámina de Picasso en el Museo de Málaga para que, al final, sigan viviendo del noble arte de rascarse la barriga sus tropecientos descendientes.
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