En 1949 se publicó por primera vez el libro El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, de Fernand Braudel (1902-1985), una de las obras de historia más originales del siglo XX, y una de las más influyentes desde entonces.
Con un conocimiento enciclopédico de la historia del Mediterráneo, Braudel mostraba cómo fueron las relaciones entre las sociedades en torno a este mar. La suya era una historia horizontal que trataba de definir las características de la región mediante el examen de una época en particular. Se trataba de escribir la historia informada por la geografía y, aplicado a este supuesto, cómo la geografía del Mediterráneo determinaba lo que ocurría en el interior de sus límites. Desde esta perspectiva, dirigió las investigaciones de numerosos historiadores y terminó dirigiendo la distinguida escuela francesa de los Annales. Pero, con el transcurso del tiempo, su gran aportación fue en otro aspecto: el hecho de haber comprendido que los paisajes de las tierras que rodean este mar, y sus vientos y corrientes, contribuyeron a determinar las rutas que tomaban los navegantes para cruzarlo y propiciar los intercambios.
El libro que ahora nos ocupa, haciendo también gala de un conocimiento enciclopédico de la historia del Mediterráneo, intenta ofrecer, al contrario del famoso libro de Braudel, una historia vertical de dicho mar haciendo hincapié en los cambios a lo largo del tiempo. Desde un periodo fechado en 22.000 años antes de Cristo hasta la época actual, esta obra va mostrando que no se puede intentar reducir la historia a unas cuantas características comunes, o a definir una "identidad mediterránea", o a insistir en que la geografía ha moldeado la experiencia humana en torno al Mare Nostrum. En lugar de ello, en El Gran Mar destaca la diversidad, tanto étnica como lingüística, religiosa o política; una diversidad que en el nivel de lo humano ha estado constantemente sometida a influencias externas desde uno y otro lado del mar, y por lo tanto, una diversidad no solo compleja sino expuesta a cambios incesantes.
Podemos considerar este libro como el más ambicioso de los dedicados hasta hoy al conocimiento de la historia mediterránea, donde el nacimiento y evolución de las civilizaciones han tenido un papel tan fundamental que ningún otro lugar de la Tierra lo iguala. Abulafia, profesor de Historia del Mediterráneo en la Universidad de Cambridge, nos lleva por un largo y laberíntico recorrido desde los primeros pobladores y colonizadores de Sicilia hasta los proyectos urbanísticos lineales que bordean las carreteras de las costas españolas, destacando cómo las orillas del Mediterráneo siempre han sido lugar de encuentro para pueblos de muy variados orígenes que han sabido no solo explotar sus recursos sino que, en numerosos casos, han aprendido a vivir trasladando los productos de dichos recursos desde las regiones mejor provistas hasta las más desabastecidas, formando una red de intereses que impulsó las sucesivas civilizaciones.
Los pescados y la sal, ingredientes de la salsa garum de la antigua Roma, los cereales, madera y lana, las especias, la seda, el oro y la pimienta, se han transportado por todo el mar y el acceso a los suministros de alimentos y otras materias primas fundamentales posibilitó el crecimiento de las ciudades. La lucha por el acceso a estos suministros desencadenó sangrientos conflictos entre rivales, al mismo tiempo que el aumento de barcos llenos de ricos cargamentos cruzando en todas direcciones el Mediterráneo, produjo el auge de los piratas. Mantener seguro el mar constituía la importante función de los gobiernos. Pero solo una vez, en la época romana, un único dominio político creo una única zona económica. El libro, además de una historia de los contactos, es una historia de los conflictos.
En gran medida demuestra que la historia del Mediterráneo es la historia de las ciudades portuarias en las que comerciantes y colonizadores de todo el mar y de mucho más allá se reunieron e interactuaron. En torno a este mar siempre han existido muchos lugares donde las culturas se encontraban y se mezclaban. También es la historia de una superficie sobre la cual se desplazan no solo los comerciantes y los piratas, sino los peregrinos pobres y anónimos, los misioneros carismáticos, los miembros de comunidades religiosas que fueron expulsados u obligados a convertirse en una fe u otra, o aquellos a quienes los piratas se llevaban, los esclavos y esclavas y cautivos, y además los inmigrantes. Todos ellos han desempeñado un papel destacable en el contacto cultural entre las costas opuestas del Mediterráneo. De modo que este siempre ha sido un espacio donde los individuos se encontraban y mezclaban, a menudo en medio de un gran desasosiego.
David Abulafia, cuyos antepasados hebreos viajaron por todo el Mediterráneo a lo largo de los siglos, desde Castilla a Safed y Tiberíades en Tierra Santa, a Esmirna o por toda Italia, cruzando el mar de oeste a este y de regreso al oeste otra vez, subraya que no deja de ser paradójico que la unidad del Mediterráneo radique en su capacidad de cambiar y girar como un remolino, en las diásporas de mercaderes y exiliados, en las personas que se precipitaban a cruzar su superficie en el menor tiempo posible, intentando no entretenerse demasiado en el mar.
En un libro así, no podía faltar una ciudad como Ceuta, también ciudad portuaria. En el índice analítico vienen reflejadas 22 citas diferentes sobre Ceuta, esparcidas por muchas épocas. Es un número importante de citas entre tanta multiplicidad. Por mencionar algunos referentes, Cartago tiene 27 entradas, Gibraltar 19, Sicilia 37, Venecia 21, el Estrecho 13. Aunque también existen lugares, como Alejandría o Bizancio/Cosntantinopla, que superan más de cien entradas. Pero es emocionante ver cómo nuestra pequeña ciudad destaca su identidad entre tantos lugares importantes que extienden sus influencias a lo largo de este mar, tan decisivo para la humanidad.
Algunas de estas referencias señalan su situación singular, como la relativa al verano del año 429, cuando los vándalos, conducidos por su tullido pero implacable rey Genserico, se pusieron en marcha hacia el estrecho de Gibraltar, camino de Cartago, una tierra prometida en la que abundaban el trigo y los olivos. Necesitaba hacer cruzar el estrecho a 180.000 soldados, más mujeres y niños, pero no tenía barcos. La región estaba gobernada desde España y era la única base romana en una zona controlada por los reyes mauretanos. Si como cuentan, logró reunir algunos centenares de embarcaciones, no demasiado grandes, para hacer cruzar el estrecho a todos ellos en alrededor de un mes, se suscita la pregunta de dónde encontró todos esos barcos. Su ruta les llevó desde Tarifa hasta Ceuta, una breve travesía repetida una y otra vez en unas aguas con frecuencia inhóspitas, pero allí no se entretuvieron demasiado y emprendieron su viaje hacia el este, hasta Hipona, donde llegaron tres meses más tarde, en mayo o junio del año 430.
Describe también cómo al desembocar las invasiones bárbaras en Occidente se produjo la desaparición de la autoridad imperial, y cómo el Imperio de Oriente trató de recuperar el poder. Durante su reinado, el emperador bizantino Justiniano I (527-565) envió ejércitos al sur de España, creando una cadena de comunicaciones desde Ceuta al corazón del territorio bizantino, intentando restaurar un Imperio Romano. En 630, la franja de España reconquistada ya había sido absorbida por los visigodos, y solo quedaba un resto de débil autoridad imperial sobre Ceuta, Mallorca y Cerdeña. Más tarde, un nuevo Mediterráneo surgió con las invasiones árabes.
Entre los grandes viajeros, destaca los testimonios de Mohamed ibn Ahmad ibn Yubair, nacido en Valencia en 1145 y secretario del gobernador de Granada, hijo del califa almohade Abd al-Mumin, que en 1183 encontró en Ceuta un barco genovés a punto de zarpar hacia Alejandría, llegando a Cerdeña dos semanas después de su partida y a Creta unas cuatro semanas después de haber zarpado de Ceuta. Sus escritos no solo relatan sus impresiones sobre los lugares visitados, sino que ofrecen un relato sin igual de la vida a bordo de un barco en este periodo. O los trabajos de Idrisi, el príncipe refugiado de Ceuta, que elaboró una geografía del mundo que permitía (con el mapa que la acompañaba) contemplar el Mediterráneo y el mundo más allá con un detalle extraordinario.
Constata que en el año 1181, el 29 por 100 del comercio genovés del que se tiene constancia pasaba por Ceuta. Y al hablar del primer auge de Barcelona antes de finales del siglo XI y su marginación posterior por el ascenso de Génova y Pisa, señala que esta marginación se producía al quedar un poco apartada de las rutas que seguían los barcos italianos para llegar a los paraísos tan deseados como Ceuta y Bugía. Importancia y riqueza que siguieron creciendo y harían apetecible la ciudad para que a mediados de 1415 los portugueses se apoderaran de ella.
Que los portugueses conquistaran esta ciudad, señala Albulafia, dejó atónitos a sus coetáneos europeos. Nadie podía comprender demasiado bien qué tenía en mente la corte portuguesa. Llegaron al estrecho como una molesta cuarta potencia que se sumaba a los mariníes de Marruecos, a los nazaríes de Granada, y a Castilla. Y aunque aspiraban a las riquezas de Ceuta, lo cierto es que no conservaron la importancia que hasta entonces tenía la ciudad portuaria: los mercaderes musulmanes la evitaron y se convirtió en una ciudad fantasma habitada sobre todo por la guarnición portuguesa. Si los portugueses esperaban que la conquista de Ceuta les abriera el acceso a los campos de trigo de la región atlántica de Marruecos, la campaña tuvo el efecto contrario. Ceuta se convirtió en una cruz con la que tuvieron que cargar los portugueses, aunque su orgullo les impidió abandonarla. No podían todavía prever la apertura de la ruta comercial a India alrededor de África, ya que la Geografía de Ptolomeo negaba rotundamente la posibilidad de llegar al océano Índico desde el Atlántico. El Mediterráneo era, por tanto, el objetivo inmediato de los marinos portugueses. Incluso albergaron la esperanza de conquistar más territorios marroquíes, pero en 1437 su intento de ocupar Tánger terminó en fracaso. En 1482, el oro comenzó a llegar a Europa sin necesidad de cruzar el Sahara, y la apertura de la línea comercial de Guinea les compensó a los portugueses la decepción de que Ceuta no pudiera pagar por su propio mantenimiento.
A mediados del siglo XVII, Oliver Cromwell aspiró a conseguir una base inglesa a la entrada del Mediterráneo. La posible candidata era Ceuta, en aquel momento dominio español. Luego, a principios del siglo XVIII, el rey inglés Guillermo de Orange, fue incluso más lejos, y argumentaba con referencia al comercio con el Mediterráneo, que era condición previa tener el puerto de Ceuta y, si no era posible, el de Orán o el de Mahón. Por esa época, en la guerra de sucesión española (1701-1714), los ingleses vieron la oportunidad de sacarle provecho y se plantearon si debían atacar Cádiz, Ceuta o Gibraltar. La situación estratégica de estas últimas era muy tentadora e intentaron apoderarse de las dos. Tras la conquista de Gibraltar, los ingleses comenzaron a darse cuenta de las grandes posibilidades que su ocupación les ofrecía para el control del Mediterráneo occidental. Más tarde, durante la Gran Guerra, el Almirantazgo británico seguía teniendo la mirada puesta en Ceuta, donde creía que podía instalar una base adecuada para los submarinos y las lanchas torpederas. Realmente tenía un gran valor poseer un puerto importante en una buena situación estratégica, y esto era lo que Ceuta ofrecía. Pero también, durante largos siglos, fue un lugar disputado por el temor a las invasiones del sur de España, una repetición de invasiones desde Marruecos que tanto habían amenazado a los reinos cristianos.
La última de las citas que el libro le dedica a Ceuta está dedicada al flujo entrante de inmigración en cantidades que no dejan de aumentar, reconociendo que Ceuta se ha convertido en uno de los puntos de entrada a Europa favoritos. Las costas opuestas del Mediterráneo están lo bastante cercanas la una de la otra como para facilitar los contactos entre ellas. Ha sido una constante de todos los tiempos, de la que Ceuta ha sido protagonista y testigo. Pero también, con su heterogénea población, compuesta por españoles, musulmanes, hindúes y judíos, además de otros pequeños colectivos, puede considerarse superviviente de un fenómeno que en el pasado estuvo muy extendido: la ciudad portuaria mediterránea. Entrelazado con toda la historia del Mediterráneo, su papel se ha visto también sostenido en su capacidad de cambiar y girar como un remolino. Pero ¿se ha agotado ya esa capacidad?
* David Abulafia. El Gran Mar. Una historia humana del Mediterráneo. Crítica. Barcelona, 2015. 794 págs.
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