Un buen día, el Consejo de Gobierno reunido expresamente para tal menester, decidió rebajar los salarios de los empleados municipales. Acto seguido, el Consejero del ramo hizo público el acuerdo y se marchó volando. La reacción del colectivo afectado fue unánime y fulminante. El Presidente, visiblemente fastidiado, menguaba recluido en su despacho en compañía de algunos técnicos enternecidos por el trance. En los aledaños de la guarida, una improvisada manifestación expresaba su rechazo de manera contundente y continuada.
La movilización de los trabajadores del ayuntamiento para defender sus derechos ha acaparado el interés de una opinión dividida. Lo insólito del hecho lo hace acreedor de reflexión. En la medida de lo posible, serena y objetiva. Pero sobre todo procurando evitar prejuicios y estereotipos subjetivados.
Los gastos de personal que generan los dos mil cuatrocientos empleados del ayuntamiento (en sus diversas modalidades), ascienden a ciento trece millones de euros anuales. La radiografía interna muestra un festival de la incongruencia y una antología insuperable del agravio comparativo. En cualquier caso, e independientemente de la legítima opinión de cada cual sobre lo justo o injusto de esta cantidad, lo que no es discutible es que éste es el resultado de la política retributiva del Gobierno de Juan Vivas aplicada durante doce años, y apoyada por una mayoría muy amplia de ciudadanos. El Presidente siempre ha estado convencido de la fuerza electoral de este colectivo. Piensa que por su volumen e influencia movilizan en torno a diez mil votos (nueve concejales). La única guía de su política de recursos humanos ha sido su propio interés electoral.
Una primera conclusión se antoja incuestionable. El responsable directo de los gastos de personal del ayuntamiento es el Presidente Vivas. E indirectamente, todos los ciudadanos que han avalado con su voto sus decisiones. A ningún trabajador se le puede culpabilizar de algo que excede obviamente a su competencia.
La pregunta que surge inmediata y consecuentemente es la siguiente: ¿puede el responsable de una decisión tan delicada como asignar retribuciones públicas corregirse a sí mismo sin pagar un precio político? La respuesta lleva al Gobierno a un callejón sin salida. Si esta reordenación salarial fuera acometida por un gobierno diferente, se podría aducir un cambio de criterio en la valoración de los puestos de trabajo; pero al tratarse de las mismas personas, y el mismo partido, en ninguno de los dos casos posibles el Gobierno queda ileso. Uno. Si los empleados del ayuntamiento han venido percibiendo un salario desmesurado por encima de su valor, el Gobierno ha estado malversando fondos públicos (repartiendo dinero público injustamente); lo que sería inadmisible en una Ciudad con doce mil parados. Deberían dimitir sin dilación. Dos. Si el Gobierno propone reducir salarios ajustados correctamente, estaría atracando injustamente a los trabajadores, lo que se sería radicalmente inaceptable. Deberían dimitir.
Por otro lado, resulta ocioso argumentar que toda reducción del salario de un trabajador es dolorosa por naturaleza. Al margen del importe concreto de cada nómina, todas las personas terminan acomodando la organización de su economía doméstica a sus ingresos ordinarios, y una merma en ellos supone una alteración traumática del modo de vida que afecta a todos los miembros de la unidad familiar; por lo que la indignación, en un plano estrictamente personal, es perfectamente comprensible. Desde esta perspectiva, un recorte salarial, para ser aceptado por la víctima, debe reunir tres condiciones: estar suficientemente justificado, adecuadamente incardinado en el orden de prioridades y ser equitativo. En este caso no se cumple ninguno de los requisitos. Uno. Nadie puede entender que hace cuarenta días el PP aprobara en el Pleno de la Asamblea los presupuestos de la Ciudad (incluyendo los de todas las sociedades) dando impecable cobertura a todos los gastos de personal, y presumiendo con empalagosa solemnidad de superávit presupuestario, “deberes hechos” y cuentas saneadas; y de forma repentina, sin explicación racional, se sometan ellos mismos a un plan de austeridad alegando, como decía el Presidente, que lo contrario equivalía a “no poder pagar las nóminas” ¿Cómo se adivina cuando mienten? Es difícil en esta situación convencer a ningún trabajador de la idoneidad de tan drásticas medidas. Dos. Cualquier observador interesado en el funcionamiento del ayuntamiento sabe, sobradamente, que el despilfarro en su grado más obsceno es la característica dominante de cuantas informan la política de gasto público del Presiente Vivas. Los empleados municipales, lógicamente testigos privilegiados, son conscientes de que existe un amplio margen de supresión de gastos palmariamente más superfluos que los salarios. Tres. Cuando se termina por aceptar que una operación de esta naturaleza es irremediable, lo menos que se puede exigir es que sea ecuánime. Tampoco se ha cumplido esta premisa. El planteamiento del Gobierno implica un inasumible abundamiento en la discriminación.
Atendiendo al modo en que se han hecho las cosas, está plenamente justificada la respuesta airada de los trabajadores. En consecuencia, es más que probable que el Gobierno termine claudicando, y al final sólo quede en pié alguna medida dispersa, de muy corto alcance, y de efecto prácticamente imperceptible.
El resumen de cuanto se ha expuesto es que el Gobierno de la Ciudad, desde hace algún tiempo desnortado, balbuciente y dubitativo, se ha hecho un lío. Les ha fallado el plan. Vivas pensaba que el Gobierno de la Nación iba a correr en su auxilio para pagar la enorme deuda oculta que acumula, y amenaza muy seriamente el funcionamiento de la institución; pero ha vuelto de Madrid con la cabeza gacha y una cruda realidad bajo el brazo que desmorona su arcadia feliz regada irresponsablemente con fondos públicos. Para colmo, la comparación con Melilla (en una situación económica infinitamente más tranquila) le ha desbaratado su última coartada (“las necesidades de una Ciudad sometida a unas especificidades sin parangón”). Ha cundido el desconcierto y el nerviosismo. Atributos fatídicos para gobernar.
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