Categorías: Opinión

El fracaso de la ciudad

Todo el mundo lo dice, y los primeros los políticos que han llevado las riendas de la ciudad en el último decenio: Ceuta ha dado un cambio espectacular en su imagen, sobre todo en el centro urbano. El Presidente de la Ciudad viene sacando pecho de todas las obras que han impulsado en estos últimos años, que es cierto han cambiado el aspecto de Ceuta. La más espectacular quizá sea la peatonalización del Paseo del Revellín y buena parte de la calle Real, a la que caben añadir otras actuaciones no menos impactante desde el punto de vista arquitectónico, como el desdoblamiento del Paseo de las Palmeras, la profunda modificación de la Plaza de los Reyes o el recientemente inaugurado Auditorio de la Manzana del Revellín. Considerada la ciudad como un hecho puramente físico, el éxito de la política del gobierno de Juan Vivas parece incuestionable, a pesar de todas las críticas que hemos realizado desde esta columna de opinión. Sin embargo, una lectura  menos superficial y aparente de la realidad de nuestra ciudad nos lleva a concluir que Ceuta es un auténtico fracaso como ciudad. Y lo es porque nuestros gobernantes ignoran qué es realmente una ciudad.
Una de las mejores definiciones del concepto de ciudad la podemos encontrar en un breve artículo de Lewis Mumford, titulado “What is a City?” (The City Reader,1966). Para nuestro querido maestro, “la ciudad es una colección relacionada de grupos primarios y asociaciones propositivas: los primeros, como la familia y los vecinos, son comunes a todas las comunidades, mientras que los segundos son especialmente característicos de la vida en las ciudades. Estos variados grupos se mantienen ellos mismos a través de las organizaciones económicas que son más o menos colectivas, o al menos reguladas de manera pública, y están alojados en estructuras permanentes, en el seno de un área relativamente limitada. Los recursos físicos esenciales de la existencia de una ciudad son el sitio fíjo, el alojamiento duradero, las facilidades permanentes para el encuentro, el intercambio, y el almacenaje; los recursos sociales esenciales son la división social del trabajo, la cual no atiende simplemente a la vida económica sino a los procesos culturales. La ciudad en su completo sentido, entonces, es un plexo geográfico, una organización económica, un proceso institucional, un teatro de acción social, y un símbolo estético de la unidad colectiva. La ciudad fomenta el arte y es arte; la ciudad crea el teatro y es el teatro. Es en la ciudad, la ciudad como teatro, donde las más propositivas actividades del hombre se centran y elaboran, -a través del conflicto y la cooperación-, las personalidades, los eventos, los grupos, en unas más significativas culminaciones”.  
Una de las más importantes conclusiones que se puede obtener de este concepto de ciudad es que “los hechos sociales son lo principal, y la organización física de la ciudad, sus industrias y sus mercados, sus líneas de comunicación y tráfico, debe estar subordinadas a sus necesidades sociales”. Por desgracia, a lo largo de la historia son escasos los ejemplos en los que se ha priorizado los aspectos sociales en las ciudades. Tenemos que retrotraernos a la Atenas de Sófocles y Sócrates para encontrar la cristalización del modelo ideal de ciudad encarnado por un nuevo tipo de ciudadano caracterizado por la integridad, el equilibrio, la simetría y la autodisciplina. Esta forma ideal apenas se mantuvo una generación, y no volveremos a encontrarla, siempre de manera aproximada, hasta otros momentos puntuales de la historia como la Florencia de Dante o la Venecia del siglo XV. A Sócrates y Sófocles vinieron a sustituirlos una visión distinta de la ciudad, la que representaron Platón y Pericles. A partir de este momento, los edificios empezaron a ocupar el lugar de las personas. Tal y como relata Mumford en su obra cumbre “La ciudad en la historia”, tras los grandes monumentos de la Grecia clásica, se oculta una exaltación de yo colectivo y de la personalidad del propio Pericles. De este modo, se dio un fenómeno que se ha repetido en multitud de ocasiones en el desarrollo de las ciudades: la sólida estructura física ocultaba la podredumbre moral que había tras ella.
En el amplio estudio que hizo Mumford sobre la evolución de la arquitectura y del urbanismo, llamó la atención sobre lo que considera “una de las más enigmáticas contradicciones del desarrollo humano, a saber, las tantas veces reiterada falta de armonía, por no decir de duro conflicto, entre el orden estético y el orden moral”. Lo que descubrió Mumford como una constante en la historia de las ciudades es que a medida que la vida de la ciudad se desintegraba, su aspecto exterior tendía a ofrecer un grado mucho más elevado de orden formal y coherencia. Así pues, en palabras de Mumford, “con excesiva frecuencia, la envoltura física refinada es la expresión definitiva de un organismo cívico frustrado y debilitado espiritualmente”.
En Ceuta, nuestros más prominentes gobernantes, declarados admiradores de Napoleón y Alejandro Magno,-por otra parte continuadores ideológicos del esteticismo urbano que inauguró Pericles-, practican una política de fachadismo que pretende ocultar su total despreocupación por las funciones sociales de la ciudad. Nuestra ciudad más que un “drama social” representa a la perfección una versión tragicómica de la novela sátira “Cándido o el optimista” de Voltaire. Somos la quintaesencia del optimismo leibniziano según el cual vivimos en “el mejor de los mundos posibles”. Ni los datos del desempleo, el fracaso escolar, la conflictividad social y los pésimos  resultados de los indicadores ambientales y sociales son capaces de despertar la conciencia de una sociedad adormecida y conformista. Un cuidado escenario y un atrezzo constituido por flores y esculturas acogen una tragicomedia teatral dirigida y protagonizada por un único actor principal, acompañado por un nutrido grupo de figurantes de dudosa capacidad. Y qué decir del público, un concurrido colectivo de sonámbulos boquiabiertos que aplauden efusivamente a su ídolo y gritan desde sus asientos: ¡Qué bonita está mi Ceuta!.
El fracaso de Ceuta como ciudad, al igual que le ocurrió a la ciudades griegas en el periodo helenístico, se debe al poco esfuerzo que se hace por mantener a la mayoría de los ciudadanos vinculados a la política local, dentro de una esfera de ciudadanía plena, dando licencia a la irresponsabilidad y al desentendimiento de los asuntos públicos.
Tal y como proclamó Tucidides, “el individuo que se niega a participar en la vida pública es un inútil”. Una participación ciudadana completamente ausente del discurso y la acción del gobierno de la Ciudad Autónoma de Ceuta. En este aspecto también se ha impuesto la política del simulacro y el fingimiento. Así movimientos sociales antes reivindicativos se han convertido en un coro de aduladores que sirven de coartada perfecta al gobierno para disimular su escaso interés en que los ciudadanos participen de manera activa y crítica en los asuntos públicos.

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