Opinión

El final de la concordia

En emocionado recuerdo de Adolfo Suárez, en cuya tumba figura el epitafio “La concordia fue posible”.
Aunque muchos lo hayan olvidado –o prefieran olvidarlo- en los años 1976 y 1977 se produjeron acontecimientos decisivos que marcaron el rumbo de la política española. Ya en 1975, recién fallecido Franco, había entrado en funcionamiento el sistema sucesorio previsto, ascendiendo a la Jefatura del Estado, como Rey de España, el hasta entonces Príncipe D. Juan Carlos de Borbón.
Presidía el Gobierno por aquellas fechas Carlos Arias Navarro, partidario de la línea dura del “régimen”. Pero en julio del 76 surgió la sorpresa. El Rey D. Juan Carlos I cesó a Arias Navarro y, tras oír al Consejo de Estado y sobre todo a Torcuato Fernández Miranda, nombró para dicho cargo a Adolfo Suárez González, hasta ese momento nada menos que Ministro Secretario General del Movimiento. Dicha designación fue recibida con sorpresa y hasta con indignación en los ambientes aperturistas. Recuerdo aquel famoso artículo que bajo el título “Qué error, qué inmenso error” publicó Ricardo de la Cierva, quien poco más tarde sería Diputado y Ministro con el propio Suárez.
Adolfo Suárez resultó ser todo un descubrimiento. Decidido a conducir la nación hacia la democracia, consiguió que las Cortes franquistas, en una votación histórica, aprobaran por mayoría el Proyecto de Reforma Política, un paso fundamental para España. Dicha votación fue definida como el “harakiri” de aquellas Cortes y de lo que representaban. De todos modos, no estaría de más recordar cómo y a quiénes se debe la llegada de la democracia En 1977, tras la legalización de los distintos partidos, incluido el PCE, se celebraron las primeras elecciones democráticas, ganadas por la Unión de Centro Democrático (UCD) un conglomerado de socialdemócratas, falangistas conversos, democristianos y liberales presidido por el propio Suárez, quien, durante la campaña, pronunció aquel famoso discurso del “puedo prometer y prometo”.
Y fue en esas Cortes elegidas por sufragio universal donde se produjo el milagro de una transición ejemplar, mundialmente admirada y basada en el consenso, en cerrar viejas heridas y en la confraternización entre los españoles, pasando página a la historia, una concordia que plasmó en la vigente Constitución, masivamente votada.
Han pasado casi cuarenta años de aquello, un largo periodo durante el cual se respetó el espíritu de la transición. Rodríguez Zapatero, con su Ley de la Memoria Histórica, promulgada a finales del 2007, comenzó a resquebrajar aquella maravillosa conjunción de voluntades. Surgía, de nuevo, el fantasma de la Guerra Civil. Pero lo peor estaba por venir, cuando por parte de lo que llamo “la generación de los nietos” se ha retrocedido hasta decidir quiénes fueron los buenos y quiénes los malos, e incluso a la idea de redactar una nueva Constitución de carácter puramente sectario. Y por si fuera poco, la obsesión contra la educación concertada y el proyecto de exigir a la Iglesia “los bienes públicos inmatriculados a su nombre” parecen reminiscencias de un pasado que muchos -pobres inocentes- habíamos dado por cerrado.
Aquella confraternización que llevó a Adolfo Suárez a escribir más tarde, junto con Abel Hernández, el libro “Fue posible la concordia” está siendo tristemente desmontada, pieza a pieza, desde la izquierda española, espoleada por el extremismo y dispuesta a vengarse de la derrota que sufrió en 1939. Va a hacer ochenta años de aquello, pero les da igual. El aperreo por sacar a Franco de su tumba en el Valle de los Caídos (al que piensan convertir en un cementerio civil) es un hito de los más relevantes en su decisión de hacer visible, sobre todo ante sus forofos, que ahora son los que mandan y que ni les importa ni les interesa aquello de la transición.
Tramitar por Real Decreto-Ley un acto como ese resulta un auténtico dislate jurídico, por cuanto la Constitución y la doctrina imponen que tal tipo de disposiciones solo puedan ser dictadas para atender una necesidad sobrevenida, urgente, importante, grave, inusual, anormal e imprevisible, según tuve ocasión de explicar en mi reciente colaboración del domingo 24 de agosto. La abstención de PP y C’s en la votación del citado Real Decreto-Ley se basó en este flagrante motivo, que no dudo sería aceptado por el Tribunal Constitucional de plantearse algún recurso contra dicha norma, aunque eso quizás suceda cuando haya sido cumplida.
Tengo 84 años y tan solo lejanos recuerdos de la guerra: bombardeos, carreras a los refugios, desfiles, manifestaciones, llanto por un familiar muerto, camisas azules, brazos en alto y muchas señoras de luto. Soy hijo de un depurado con “antecedentes desfavorables”• por haber sido Alcalde de Ceuta durante la República ¿Por qué, quienes no vivieron aquello, tienen ahora tanto empeño en removerlo? ¿Acaso no se extinguen las responsabilidades penales por la muerte del reo, según el artículo 130 del Código Penal, por muy graves que fueren? ¿Tan necesario, urgente y etc. etc. es desenterrar la momia de Franco y llevarla a otro sitio? Dicen que así cerrarán heridas. Es posible, pero también estarán abriendo otras sin necesidad alguna.
La remoción del cadáver de Franco nunca ha sido, que yo sepa, una cuestión prioritaria o un clamor popular. Cierto es que el actual Gobierno supone que ello le servirá como apoyo a la hora de poner las urnas, pues entre los electores hay todavía bastantes nietos que no olvidan lo que les contaron sus mayores, pero también los hay del otro lado. Todos estaban tranquilos y sosegados, pensando en sacar adelante su casa, su familia y su trabajo -algunos en tenerlo-, gracias a lo que supuso aquella transición mundialmente admirada, pero ahora toca, al parecer, despertar viejos odios y recelos donde todavía, entre los españoles, reinan la paz, la tranquilidad y la fraternidad.
Pues nada, sigan por ese camino, pero carguen también con la responsabilidad de sus actos.

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