Otro año más despedimos la Semana Santa, decimos adiós a los cultos, a los pregones, a los conciertos de marchas procesionales, a los desfiles, y sus numerosas connotaciones cofrades.
Otra vez hemos sido testigos de la devoción del pueblo de Ceuta hacia nuestros titulares, como indudable signo y expresión rotunda de la religiosidad popular. Los cofrades tenemos que ser siempre respetuosos con el gusto y el sentir del pueblo, y nuestras estaciones de penitencia deben ser cuidadas en este aspecto, tanto interna como externamente.
La Semana Santa es, sin duda alguna, la fiesta religiosa más importante en nuestra ciudad. Su enorme dimensión catecumenal nos invita a sumergirnos en su inmenso espacio de reflexión, de conversión, y de reencuentro espiritual, tanto de manera individual como colectiva. Es como una especie de naveta virtual donde se vierten nuestras reflexiones más personales, tan secretas como necesarias para mejorar nuestro entorno más cercano. Es nuestra minúscula aportación espiritual a esta sociedad actual, dominada por el individualismo, la escasa solidaridad con el prójimo, la pérdida de valores éticos y morales, la inclinación compulsiva al consumismo, y la ausencia de compromiso con el destino del mundo donde vivimos. Debería ser la antítesis a la doctrina que hoy domina todos los ambientes, nuestra consigna contra el nuevo mandamiento: ¡yo, mi, me, conmigo!
Para muchos, la Semana Santa es la fiesta más esperada, la más querida y añorada de todo el año. Pero también es la que puede levantar más polémicas, e incluso contradicciones con el propio mensaje del Evangelio al que, supuestamente, tenemos que estar a la altura todos los cofrades. En este artículo pretendo hacer una meditación pública sobre algunas asignaturas pendientes de nuestra Semana Santa. De todas ellas, la costalería, supone actualmente un desafiante iceberg, de crasas y profundas dimensiones, con la que puede que hayan rozado lateralmente –como hizo el Titanic– algunas de nuestras cofradías. En este tiempo pascual de la resurrección debemos reflexionar para intentar mejorar, descubriendo la verdadera realidad que anida debajo de las tradiciones, más allá de las cadenas que las ilusiones o las ideologías a veces intentan atrapar. Pero cuidado, puede que con el rumbo marcado, no lleguemos a los puertos esperados o deseados.
Algunas hermandades necesitan un urgente y profundo recambio generacional, como único desafío a su supervivencia. Es probable que la juventud actual, por su mejor preparación cultural, haya superado, en muchos aspectos, a esos “césares cofrades”, perpetuos dueños del cetro y del trono, a esas eternas quimeras “ocupas” per secula seculorum. Acudir a los clásicos personajes del “pasado continuo”, a esos “grandes popes cofrades”, para intentar “resucitar” algunas hermandades en marcada fase de decadencia, no parece que sea la opción más acertada. No deberíamos recurrir siempre a esos que, sin duda, perpetuarán su especie, su estilo, y su cargo, en el tiempo y en el espacio. Nunca en la vida, un ser humano fue eterno, omnipresente, y muchos menos imprescindible. Nuestras Hermandades deben abrir sus ventanas al futuro, dejando entrar los frescos y lozanos aires juveniles.
El ambiente de la pasada cuaresma ha estado cargado, no solo por el perfume embriagador de los azahares de la tierna primavera, sino también de rumores e incertidumbres sobre la actualidad de algunas hermandades. Se han oído comentarios de todo tipo, que en la inmensa mayoría de los casos, eran un reflejo directo del augurio de una inminente tragedia que, como aquellos “idus de marzo” narrados por Plutarco, fueron presagio de una “muerte” anunciada. Parece que algunos “Césares cofrades”, esos eternos amantes del cargo, habían sido advertidos por los “videntes de turno” del peligro inminente, pero en su infinita experiencia, desestimaron sutilmente sus advertencias.
En la primavera de aromas derramados al pie de los naranjos del paseo de Revellín, prende aún un fuerte y rancio olor a almendras amargas que ha contaminado el delicado perfume, crisol de incienso y azahar, que cabalgaba en la mano de esa ligera brisa marina del poniente preestival. Este año, el dolor del alma cofrade, nunca estuvo mejor reflejado en el dulce rostro de María, nunca lo estuvo en tantos otros hermanos que sufren una nueva pasión, derivada de diversas penurias, no solo económica, si también de valores e intenciones. Desde la cúspide del espectacular altar de cultos de algunas hermandades, sus hermanos deberían contemplar lo que otea en el horizonte social de la ciudad. Cada primavera, nuestro Dios de la madera nos lanza a los cofrades la eterna pregunta evangélica que nadie evade cuando al mirar a sus ojos de cristal, nos vemos reflejados en las serenas pupilas de su divina majestad: “Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?” (Marcos 8, 27-35). Es la eterna pregunta de Jesús a sus discípulos que, después de 2.000 años, alcanza a cada uno de nosotros y nos pide una respuesta. Para algunos, es el aquel hermano “parado” que todos tenemos en nuestras familias; para otros la abuela pensionista que comparte y reparte el único sueldo que entra en casa; el hijo brillante que con su carrera terminada no encuentra salida, ese joven desorientado en la vida que nada a la deriva sin rumbo en la vorágine de un mar laboral revuelto por la incertidumbre y el descontento. Esos que, aún tienen aliento para sacar fuerzas de flaqueza e infundir ánimo a sus familiares enfermos. Para otros, Jesús es el eco de la eterna plegaria, prendida y dormida, que resuena intranquila en la esquina escondida de nuestro eterno valle de lágrimas.
Para mí eres ese Cristo desnudo, ultrajado y por siempre abandonado, aquel que con tus manos ensangrentadas levanta los duros aldabones de las altas puertas de mi alma ante la deliberada sordera de mis oídos y la incredulidad de mis ojos. Su cruz agreste se me ha hecho cada vez más pesada durante esta cuaresma, y el público Cirineo de la vida puede que haya sentido vergüenza ajena por la dignidad escondida en el umbral de la pobreza física y espiritual de algunos desfiles procesionales que han podido caer en el pozo ciego de la decadencia y de la impopularidad manifiesta. En esa pasada cuaresma que aún late en nuestros corazones, en esa primavera de aromas embriagada de impurezas, en esos lejanos redobles de tambores, reina la duda más incierta sobre aquellos cargos, que erraron en su andadura.
Esas preguntas del pueblo están prendidas en su cara de amargura, en el aire popular de la fiesta, para quien las quiera algún día contestar. Esos que sacaron en la cofradía una papeleta de un sitio equivocado, que quizás no les correspondía, ni por defecto ni por traslado. Esos nazarenos del último tramo que no han abonado la papeleta de sitio contra el dolor ajeno, mientras que otros no han sabido manejar con sabiduría esa papeleta de la falta de medios en algunas cofradías, la papeleta de la impotencia de algunos dirigentes de la ocasión, frente a la pérdida de aquellos costaleros que nunca fueron cuidaros con esmero, ni tratados con amor. En esta Semana Santa, hacían falta diputados de tramo de la humildad, caridad y reconciliación, nuevos mayordomos comprometidos con el pasado de nuestros perpetuos titulares del Desamparo y Abandono.
Hacía falta en esta cuaresma un verdadero ayuno espiritual, un auténtico altar de abstinencia a la egolatría y a la vanidad. El pueblo ha echado de menos secretarios solidarios que den fe de la situación imperiosa que atraviesan algunos de sus hermanos. Hacían falta nuevas túnicas de diseño ancestral y sentido terciopelo, que vistiesen a los nazarenos con dignidad y con esmero, con auténtica tela de costal nazarena que hubiese multiplicado el pan y los peces bajo las duras trabajaderas de un palio torcido y hundido en el abonado madrigal de la improvisada ignorancia. Sobraban algunas varas doradas por el desafiante orgullo de nuestra infinita arrogancia, y faltaban cayados de madera con los relevos de la esperanza que asistieran el desconsuelo del desahuciado, sufrido e ignorado costalero. Quizás sobrasen mantos y palios morados que desafiasen con sus transparentes bordados por el oro impagable de la misericordia y del amor marcado. Faltaba quizás, celosos guardianes del patrimonio, ángeles custodios del ornamento tradicional. Se echaba de menos una ráfaga de suave viento de levante estival, que apagase el pabilo encendido del malestar, y moviese la veleta de la buena voluntad del prioste titular hacia el exquisito sentido del genuino gusto popular. Para salir a la calle dando testimonio de nuestra fe, el verdadero paso de Cristo, no necesitaba otro estreno que compartir con la muchedumbre lo que se echaba de menos, es decir, lo que se tiene por costumbre. No era necesario el fulgor de otro entorno floral para elevar la fe a ese divino pedestal, a ese monte perdido de claveles rojos donde todos nuestros sentidos quedan rendidos a los pies del creador. Tampoco deben faltar por tradición, aquellos sones de cornetas y tambores, que no son inmiscibles con los honores y el respeto místico por los dolores de la muerte del redentor. Para el cristiano, Jesús va muerto por amor, su cruz nunca es símbolo de tristeza ni de temor. Por eso, no es necesario que calle el tambor, ni que mude la trompeta, ni que se apague el farol, ni que acabe la saeta, porque detrás de cada vieja cruz siempre hay una nueva resurrección. Cuando encontremos esa cruz en las calles de la vida, hay que abrazarla con candor, y en cada redoble de tambor, se convertirá en nuestra ansiada redención. María iba serena con su vetusto manto bordado por la tristeza, y no buscaba mayor esplendor ni belleza que portar con amor ese pequeño y pesado pañuelo de dolor, donde ha cabido toda la pena, la desilusión, el desencanto y la resignación de un pueblo.
Las cofradías deben vivir su fe cada día, alimentarse de la palabra de Dios, de la eucaristía, y de los sacramentos. Los cofrades debemos vivir la caridad y la humildad desde dentro como norma suprema de respeto y convivencia, actuando como fieles testigos de Cristo y de su evangelio. Sin embargo, que corta es la experiencia, que pronto se derrite la cera de los cirios de algunos hermanos de luz, que solo dan candela durante su efímera y apresurada estación de penitencia. Para estos, los desconocidos estatutos de las hermandades pueden llegar a ser solo letras de papel mojado que no saben de dónde sale. Son aquellos cofrades, bautizados por el gusto de lo exquisito, que no quieren entender de bienes patrimoniales, que administran el legado histórico y artístico de la cofradía a su libre albedrío, modificando el ornamento a sus gustos personales. Si la ignorancia dicen que es osada, la incultura sacra puede llegar a ser devastadora, y a la historia me remito. Si Pepe Remigio levantara la cabeza…
No voy a caer en la fácil y manida demagogia de los cansinos argumentos ya reiterados cuando en el pasado más reciente algunas hermandades gastaban auténticas fortunas solo en elementos externos, desafiando al destino de algunos hermanos, que a pocos metros de su iglesia, estaban siendo literalmente devorados por la crisis económica, pasando auténticas necesidades físicas y espirituales. A los cofrades no nos queda más remedio que predicar con el ejemplo. Algunos, desde dentro, nos acusan de utilizar nuestras cofradías no solo como órganos de evangelización popular, sino también como medios de especulación, promoción social, búsqueda de intereses personales o exaltación de nuestro ego. No demos nunca argumentos a los ajenos, a esos enemigos del farol y del costal, que comparan los nazarenos con esos arcaicos sepulcros blanqueados del estreno, que parecen buscar, en cada cuaresma, una nueva capa de cal, y un fresco ramito de crisantemos.
En este sentido tenemos que reflexionar sobre lo ocurrido. Flaco favor hacen, no solo a la Semana Santa, sino al pueblo de Ceuta, aquellos grandilocuentes de la arrogancia y del desatino, que tratan de sacar los titulares a la calle, a su único gusto y sentido, cueste lo cueste, a toda costa y a todo coste, donde el destino final parece justificar los medios empleados. Algunas cofradías no pueden dormirse en la nostalgia del recuerdo de los tiempos postreros de la abundancia, en los que todo sobraba, hasta la intolerancia, y los costaleros. ¿Por qué se fueron?, y lo que es peor, ¿porqué no acudieron a la nueva llamada? ¿Quizás faltó solidaridad con recientes aniversarios? ¿Quizás falló la empatía con otras cofradías, y sobraron algunos desafortunados comentarios? No se debe regentar un cargo de mando sin tener poder de convicción, concordia y convocatoria. No debemos recurrir in extremis a las fuerzas del pueblo para completar la cuadrilla del último día. Aprendamos de los errores, desterremos esos apaños utópicos y anacrónicos perdidos en la memoria, que no deben ponerse a nuestro alcance ético ni logístico. No resucitemos de nuevo a esos muertos de la historia. Ese no es el camino para tocar con el llamador de nuestro destino los honores de la gloria. Comencemos hoy a buscar, cuidar y potenciar todos juntos este gran patrimonio humano, que es la juventud en nuestras cofradías, pues con ellos llegará el cortejo y la costalería. Para ello, estos perpetuos dirigentes semanasanteros no pueden quedarse apoltronados, como el “Pilato macareno”, en sus pasos dorados esperando que le llegue, como llovido del cielo, el dulce maná de la costalería. Y mucho menos contemplar como última opción el recurso al “misionero de la esperanza” para salvar in extremis “los muebles” de la estación de penitencia. Esos caballeros de la elocuencia deberían mostrarse proactivos en la captación de mecenazgo costalero todo el año y no solo en la cuaresma, para obtener así perennes efectivos, que deben ser cuidados con esmero, como si se tratase de “bienes humanos inventariables”, y nunca como “elementos fungibles” de fácil reemplazo.
Aunque es cierto que, en un desfile procesional, es primordial su fondo penitencial y cristiano, eso no es óbice para que las formas y las tradiciones deban ser respetadas, conservadas y cuidadas con cariño y con esmero. Si queremos llegar a lo interno, a los más íntimo, no podemos fallar en lo externo, en los más visible. Actuemos con templanza, no se debe cambiar una cofradía, de la noche al día, a nuestra imagen y semejanza. Forzar una salida donde la logística no estaba garantizada, además de irresponsable, no es compatible con el sentimiento popular. Cuando dejamos en manos del azar las principales variables de un desfile procesional, la pantomima y el desencanto del ridículo son fantasmas que se hacen realidad. Es muy fácil portar una vara de reluciente metal en la presidencia del desfile procesional, como medalla triunfal, sin querer pensar que el peso real de la cofradía recae sobre otros hombros que, al llegar a la catedral, ya no pueden con el costal. No “salvamos el tipo” sacando a la calle a nuestros titulares, con esa política de hechos consumados, esperando sentado en la Gran Vía, que llegue el buen samaritano, que nos arrime su hombro costalero, y con las dos manos de la esperanza, levanten desde el suelo nuestra estima y nuestra añoranza. Debemos ser coherentes con nuestros principios cristianos, no debemos quitarnos los antifaces durante la estación de penitencia, para encender una vela pública a Dios delante de todos, para luego, encender cien velas secretas al diablo durante los restantes días del año, vestidos con la oscura y plastificada túnica impermeable del anonimato, con el pectoral y el efod bordado en el pecho como Caifás, y la cara cubierta con la cómoda máscara secular.