Opinión

El dolor de la mente

Se dirigió cautelosamente hacia la entrada de aquel edificio institucional, sin saber que, aquella mañana, no iba a ser diferente a la de hace quince días o de igual manera, después de pasados tres años. El cacheo de los funcionarios de seguridad fue muy correcto y todo le hacía pensar que, con toda probabilidad, el terrorista no utilizaría esa entrada liviana y vulnerable pero bien defendida. ¿Estaría aquel hombre realmente enfermo?. Se dejaría llevar por el pensamiento que le había mandado una tarjeta recordatoria, proclive a aquel camino manchado de miseria que un día anduvo por la cuesta del mas allá y que despreció, sorteando penurias dormidas en la sombra de la pasión que no debió dejar partir con esa libertad tan fútil. Un día de aquellos lúgubres, sembró pedregales silenciosos y se fue de su lado para buscar una vida. Allí pudo comprobar el silencio de una palabra, el precio de aquella soledad deseada, “el sonido de una lágrima al caer”.
Reclamando no ser llamado porque quería esperar y saber en qué momento cautivaría, florecían los instantes en los que era preso de su extenuación, desde aquel punto alto que en ese momento se llamaba “Paz” y sabiendo que no formaba parte de su vida, se recreó en los movimientos uniformes de los que esperaban para dejar escrito lo que serían letras en el tintero. Y alcanzando el éxtasis con el premio de unos pergaminos bordados, se deslizó por el solitario sendero de la tercera evidencia, cerca de la quinta dimensión, lugar que visitaría con la cadencia mágica del armonio, tapizando con destreza un pasadizo sin puertas pero con salidas traspasando pateticamente la concertina que rasgaba ilusiones, y que se fue a morir después de muerto, para dormitar en la rueda andante de la luna y luego, parafraseando delicadamente, decírselo al ujier que trajo atriles para exponérselo al hombre que faltó a su palabra, tan valiosa como cuando la noche le pedía una página, allí donde nadie lo esperó, arrodillándose ante esa benevolencia adormecida que, fracturando el deseo, lo llamó para comenzar de nuevo, para avisarle y decirle que él, para amar locamente, solo suspiraba por un abrazo, por unos labios rosados y carnosos, por unos besos encarnados en el amor que vendría al día siguiente por la noche, para perdonar con la atada y pesada ruina inmerecida del ser humano.
Aunque siguió delirando y se saludó con una caricia, una bella mujer tomaría el desayuno antes de enfrentarse a un guerrero que ya no tenía pistolas ni arcabuces, tampoco una mirada verdosa y que se fundiese con unos iris entristecidos. Quien allí esperaba, aquel hombre que solo deseaba morir de amor junto a unas letras que volarían junto al sol y los árboles, cerca de las avenidas y sus puentes, por la alameda de la colina, por el precio de una colonia con olor a perfume de saldo, concibió entonces la llegada de una guitarra que se asemejaba a un cuerpo de mujer. Ditonó su mente para delimitar o calibrar si sus labios eran mas bellos que sus caderas, para decirle que el mundo se paraba al silencio de su aliento, que traspasaba su silueta vertiginosa, de su olor a verso o si en cada hoja de su libro pensó en volver al pasado reciente, si se acordó en algún momento de la belleza de la mujer que enamora, de Julieta María y sus noches de felicidad.
Aquella mujer de rizos prominentes, artística, de sonrisa tan fácil que confiscaba al vestigio, el relato corto y la conversación que nacía como amanecer de un mes de abril, llegó a decirle algo que nunca sonó a despedida, pero si fue un hasta cuando quieras, para murmurar que hoy “nadie espera por nadie”. Él tampoco lo haría.
Sin bajar la frente, heridas sus pasiones, con sus ojeras a cuestas, creyendo que sus facciones gustaban a aquella belleza de una pálida mañana, con su fino vestido de vuelo y tacones de feria, llegó a preguntarse sobre el camino descarrilado en el que las vidas se entrecruzaban diciéndose y murmurando que tanto amor era posible y que solo lo que es grande puede sobrevivir al destino que nos lleva, sin dilación, al mundo que dilapidé cuando fue epitafio, y llegué para que ella me regalase aquella estrella sutil, en miles y miles de hojas sueltas, libres, brumada por unas páginas y estrofas alimentadas de susurros radiantes, deliberadamente.
En uno de aquellos recuerdos de ayer, se quedó pensando en el hombro de una parábola. ¿Era por Ádrian?.

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