He de confesar que este año no he podido prestar una especial atención al discurso de Navidad de S.M. el Rey. Quizás puede haberse debido, como estoy convencido que a buena parte de mis compatriotas, al cansancio y aburrimiento que nos produce una televisión obsesivamente concentrada en temas que giran alrededor de la política, las catástrofes o la violencia en sus diversas facetas y modalidades.
Aprovechar una reunión familiar como es la que se produce con ocasión de nuestras fiestas navideñas incita más a la conversación distendida, las felicitaciones al uso o los chistes y memes más o menos divertidos que se cruzan y distribuyen a través de ese novedoso y revolucionario canal de comunicación gratuito que es el wasap.
Se acabaron, pues, las tarjetas y cartas que en estas fechas recorrían nuestra piel de toro, las llamadas telefónicas con música y griterío de fondo, y hasta los villancicos con los que murgas y coros paseaban nuestras calles entre zambombas y panderetas. Además del momento en el que se solía hacer un solemne silencio para atender a la figura y discurso televisivo de la primera autoridad del Estado.
Pero volvamos al discurso del Rey. Al margen de haberlo leído reposadamente, no oculto que entre copa y copa echaba una mirada a la tradicional imagen de Su Majestad esta vez retransmitida desde su despacho de trabajo. Sin entrar en cuestiones técnicas que desconozco, creo que la realización y los primeros planos no le han favorecido demasiado en esta ocasión.
Intuyo como una obsesión por ocultar todo signo religioso en esta festividad que es precisamente de hondo contenido y tradición cristiana. La propia felicitación navideña de la familia real tan bucólica y aséptica ya lo anunciaba. Ni un solo motivo de la celebración de la natividad y un discurso que respiraba un cierto cansancio por el año de dificultades políticas que le han ocupado de lleno.
Decir, por ejemplo, que Navidad es nacimiento y celebrar con alegría lo que nace es tener fe en el futuro, sin nombrar al nacimiento del Hijo de Dios que rememoramos los cristianos no solo de España sino de todo el mundo, es vaciar de contenido el motivo transcendente de la alegría y fe con la que, como él mismo, millones de católicos festejamos desde hace más de dos milenios.
De la familia solo una mención para destacar el importante papel social que ha desempeñado y desempeña en los duros momentos de la crisis pero lo cierto y verdad es que la desestructuración familiar y la desvalorización del matrimonio son los principales causantes de la violencia familiar, además del grave deterioro de la natalidad con los efectos perversos que produce, por ejemplo, sobre la sostenibilidad del sistema de protección social.
Es de agradecer el reconocimiento que hace al trabajo de los funcionarios públicos y el servicio que prestan a la sociedad en el vasto campo de la sanidad, la educación o en el de la seguridad y protección de las libertades y valores de nuestra sociedad. Pero no está de más recordar, que sobre estos servidores públicos ha recaído un importante sacrificio en sus recursos económicos para cooperar en la salida de la crisis, además del grave problema que supone, el progresivo envejecimiento de las plantillas en muchos de los organismos del Estado y que está produciendo alarmantes grietas en la calidad y sostenibilidad de algunos servicios públicos.
Acertada es la alusión al respeto y consideración a las personas y a las ideas, como base y fundamento de la convivencia. Ese respeto pasa por no ofender los sentimientos religiosos desde los poderes públicos; pasa también por respetar las instituciones desde quienes representan a la ciudadanía en sus formas y expresiones y exige también el aprendizaje en los ámbitos familiar y escolar de unas normas mínimas de urbanidad y educación que hoy, desgraciadamente, se manifiestan como un déficit importante de nuestra sociedad.
“Ahora es el momento de pensar en la España que nos rodea”, dijo el Monarca en su discurso.. Pero habría que mencionar algunos de los peligros que hoy rodean a nuestra querida España. Como los derivados de la quiebra o fractura que persiguen con insistencia desafiante los independentistas catalanes o los de la violencia y odio hacia lo español que subsiste aún entre algunos jóvenes del País Vasco; peligro de otro orden, es también la amenaza que aletea sobre nuestro estado del bienestar como consecuencia del desempleo o del progresivo envejecimiento de nuestra población. No hay español de buena fe, que hoy no piense con preocupación en estos nubarrones, algunos de ellos con visos de tormenta, que se ciernen sobre nuestra pacífica convivencia o sobre nuestro desarrollo social y económico.
El mundo de hoy nos exige también posicionarnos ante los graves desafíos que nos alcanzan como miembros de la Unión Europea y comprometidos de plano con la paz y seguridad internacional. La globalización de la economía; la responsabilidad que nos incumbe ante los fenómenos migratorios; la creciente actividad delictiva mundial o los peligros derivados del terrorismo criminal y sanguinario del yihadismo islamista nos obliga a participar y cumplir con rigor y seriedad nuestros compromisos internacionales.
Por otra parte es cierto y verdad que como afirma el Jefe del Estado refiriéndose a la nueva era digital, “hoy sabemos que no se trata ya solo de una revolución tecnológica, es algo mucho más profundo. Es un nuevo modelo del mundo que traspasa fronteras, sociedades, generaciones y creencias…” pero que como él mismo apostilla no debe superarnos, adaptándonos a esta nueva realidad desde “una educación que asegure y actualice permanentemente nuestros conocimientos; pero que también forme en lenguas y cultura, en civismo y en valores…”
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