Dice una hermosa canción (Fito Cabrales) que “Si no cierras bien los ojos, muchas cosas no se ven”. Quizá ha llegado el momento en que Ceuta deba cerrar los ojos. Aunque sólo sea por un instante. Hay demasiadas cosas importantes que no somos capaces de ver. Necesitamos imperiosa y urgentemente una revisión introspectiva del alma de nuestro pueblo. De otro modo, será imposible alcanzar (ni siquiera plantear) ninguna meta de cierta envergadura.
Nuestra Ciudad se encuentra asediada por un amplio conjunto de problemas y conflictos de orden económico, político y social sin parangón. Paro, pobreza, fracaso escolar y racismo definen un escenario complejo en grado superlativo. Esta es una realidad fácilmente constatable y suficientemente diagnosticada. Se ve. Revertir esta situación, de una dificultad intrínseca excepcional, es una tarea titánica. Aunque posible. Lo que no terminamos de entender es que nada podremos conseguir sin resolver previamente una carencia que no se ve a simple vista, y sin embargo nos limita hasta la impotencia: el desapego.
Todo proyecto de vida en común se fundamenta en la existencia de una conciencia de pertenencia al grupo y en el sentimiento de apego. Las condiciones materiales óptimas constituyen un requisito indispensable; pero devienen en inertes si no están subordinadas a un patrimonio afectivo y emocional.
Esta es la delgada línea que separa la coexistencia de la convivencia. Ceuta es una Ciudad fría, sin sentimientos. Sus ciudadanos deambulan como fantasmas recíprocamente invisibles, psicológicamente recluidos por voluntad propia en minúsculos y herméticos entornos estanco. Somos incapaces de hallar espacios de emociones compartidas.
Algunos hechos (bochornosos) podrían ayudarnos a reaccionar. El pasado sábado, regresó a nuestra Ciudad la primera mujer ceutí capaz de ganar una medalla olímpica. Una proeza. No podemos perder de vista el significado actual de las olimpiadas.
Constituyen el evento de mayor grado de universalidad y de exaltación de unos valores (espíritu de lucha, sacrificio, superación y respeto al adversario) que se deben consolidar y extender para hacer mejor a la humanidad. Para nadie pasa inadvertida la transcendencia de unos juegos olímpicos en cada una de sus posibles vertientes. También como expresión de sentimientos nacionales. La inmensa mayoría de los ciudadanos vibra envuelto en su bandera. Las lágrimas fluyen engrandeciendo la condición humana. Y esta catarata de emociones tiene su lógica continuidad en los hogares más cercanos a los deportistas, considerados los héroes de nuestro tiempo, los portadores de los valores universalmente protegibles. Cualquier lugar del mundo se siente tremendamente orgulloso de las hazañas de los suyos. Y lo exterioriza. Menos Ceuta. En esto, también una dramática excepción.
El mérito de la deportista ceutí es extraordinario. Ver en un podio olímpico a una joven de Ceuta debería provocar una conmoción general.
Todos, sin excepción, deberíamos sentirnos identificados con su éxito. Porque es la mejor forma de convertirlo en una pauta de conducta ejemplar. Sin embargo, la respuesta de Ceuta ha sido decepcionante hasta la desolación.
La diferencia entre el recibimiento de otras y otros medallistas en sus pueblos y ciudades de procedencia (independientemente de la modalidad deportiva), todos ellos marcados por una alegría multitudinaria y desbordante, y el dispensado en nuestro caso (áspera indiferencia), nos deja en muy mal lugar, evidenciando la futilidad de nuestro comportamiento colectivo.
No sentimos el menor apego por nada ni por nadie. Sin la dosis suficiente de vinculación afectiva a las personas y a la tierra en la que vivimos, no somos un pueblo; sino una amalgama de intereses perecederos e intrascendentes que por su propia naturaleza contiene implícita la fecha de caducidad.