Las manifestaciones conforman la expresión reivindicativa por excelencia, cuya efectividad es proporcional al nivel de presión que encaucen las masas a través de sus concentraciones. Es una obviedad que si el acto de manifestarse no se comprendiera como una herramienta para presionar a una institución local, nacional o internacional, su razón de ser se extinguiría. Por supuesto, en democracia es debido que se defienda el derecho a manifestarse a toda costa, por encima de muchos otros derechos que el ciudadano tiene a su disposición y a los cuales puede acceder con la misma rigurosidad con la que este tiene que cumplir sus deberes; no obstante, esta defensa no ha de malentenderse de tal manera que se llegue a dulcificar la esencia inmanente a las manifestaciones, que no es menos ni más que la presión en sí misma. De tal manera es cuasi irrebatible lo fundamental de la presión en el acto de manifestarse, puesto que, por ejemplificar, a nadie –o a pocos– les cabría comparar el éxito de una manifestación multitudinaria que paralizara una calle principal con respecto a otra –manifestación– ostensiblemente más reducida que no provocara colapso alguno. El hecho de negar que las manifestaciones constituyen una de las diversas posibilidades de presionar que los ciudadanos, unidos, tienen a su disposición es incoherente. De la misma incoherencia pecan quienes hacen de la manifestación –y por extensión de su respectiva presión– un acto insurrecto de necesaria extirpación.
En toda sociedad que se considere democrática tanto la manifestación como la expresión de opinión entre otros muchos caminos para hacer escuchar la voz del pueblo, han de ser respetadas, promocionadas y protegidas. El problema se plantea cuando alguna de estas dos expresiones citadas atraviesa los límites lógicos mediante insultos, acusaciones exacerbadas haciendo alusión a ideologías o a posturas ajenas tildándolas de extremadas sin serlas, con intenciones claras de obstruir la libertad de otras personas que opinan de distinta manera, o recurriendo a discreción a ataques fulgurantes que atentan contra la integridad de uno de los pilares del sistema actual. La justicia y la legislación en la que se basa la primera componen uno de estos pilares del sistema actual.
Cuando se ofende a quienes cumplen con la legislación y se llega, en algunos casos, a lanzar acusaciones gravísimas, sin evidencias que las respalden, en contra de quienes ejecutan con la debida fidelidad el corpus legislativo tildándolos de estar engullidos por ideologías anti-democráticas, no se puede sino hablar de una ofensa tiránica con tintes delictivos y ciertas reminiscencias fascistas. Se puede opinar y manifestarse para mostrar una discrepancia específica, pero dentro de los cánones democráticos, sin salir de ellos, sin precipitarse en cuestiones que no se pueden ni argumentar, ni demostrar. Pues si se atraviesan las murallas de la democracia, se puede presumir únicamente de contar con una ideología extrema, en ningún caso equiparable, aunque se insista, a una izquierda o derecha democráticas.
Aquellos que se amparan bajo el delicado velo del Estado de Derecho deben custodiar la justicia y respetar su integridad atendiendo a la legislación vigente y a su progresiva evolución, sin fijar su vista más allá de ellas, pues de hacerse así no estaríamos sino alimentando la elevación de un estado arbitrario y anárquico, donde cada uno aplicaría la justicia según mejor le conviniera y dependiendo de a quien se acusara. Esta conducta responde a una de las diversas personificaciones del autoritarismo, de igual manera peligrosa sea sustentada y justificada por una plataforma ideológica u otra.
Las reivindicaciones deben hacerse escuchar cuando la justicia esté aplicando erradamente la legislación en alguno de los casos que están en sus manos, siempre sosteniendo como referencia la legislación del país, no la que es deseada por el individuo, aquella que se cree idónea para el bien de la nación y del mundo en general, ese pensamiento que en cada persona es diferente.
Si se diera el caso de que estas reivindicaciones se dieran, como he supuesto, por una mala praxis, incluso asistiría con relativa normalidad a las increpaciones proferidas en un tono más alto de lo común (aunque dentro de lo obvio); sin embargo, dada las condiciones actuales, no considero ni comprensible ni tolerable que se exhiba una virulencia tan desbordante con aquellos que hacen su trabajo conforme a la legislación, sin error inexcusable de por medio, ni desigualdad que valga. En una sociedad democrática no basta con que uno hable de conspiraciones, ha de demostrarlas, ya que mientras no puedan ser demostradas no quedarán más que en una paranoia personal, aunque en realidad estas sean tan cierta como la trivial iniquidad humana.