Lo confieso, veo “Sálvame”, el famoso programa del corazón. Eso sí, algunas veces, cuando se suspende algún entrenamiento de los niños, en la hora de la sobremesa. La calidad de la información que ofrece es deficitaria, pero a esas horas el cerebro se aletarga, y el murmullo de fondo sirve para dormitar como si no hubiera una segunda vez.
Entre el silencio innecesario y la palabra sobreactuada voy componiendo un universo de desdicha, agravios, dentelladas y venganzas; personajes engullidos por su propio vacío.
Pero seamos objetivos: ¿se conoce a alguien que mantenga la prudencia en el discurso durante cuatro horas seguidas, que respete las leyes de la lógica, y que encima esgrima su retórica con oficio?
Es claro. Algunos hombres lo consiguieron, por eso son los filósofos de la humanidad y aparecen en los libros de texto.
Aún así, no perdamos de vista la vocación de estos frívolos cortesanos. Se rozan las heridas con el fin sagrado de agradar a la audiencia; no lo olvidemos.
Entonces, evoco los tiempos del Imperio Romano. Ellos, los romanos, son los padres de la ingeniería moderna, y nos sacaron de las reglas antiguas con sus nociones de derecho. Sin embargo, acudían a los circos para romper con la rutina, con el orden establecido, a vivir un poco de crueldad.
Concluyo así, que están en el alma humana los instintos y las bajas pasiones, y que sólo el estudio y el ejercicio pausado de la palabra puede devolvernos a la cordura, de donde venimos.
La frivolidad es un género del entretenimiento, y puede dar respiro a una mente fuertemente tecnificada. Recuerdo aquí que el periódico alemán más leído es el sensacionalista Bild Zeitung (al menos cuando estudiaba periodismo). El problema, y gordo, aparece cuando lo frívolo es el patrón de conocimiento dominante de una sociedad.
No me cansaré de decir que la calidad de la democracia de un país se mide por la cultura de sus gentes, por el nivel de la opinión pública. ¿Os imagináis a un lector de Descartes, o de Cervantes siendo tentado por la demagogia populachera?
No se puede vivir de espaldas a la verdad indefinidamente. Y si algo es verdad, es la cultura que trajeron los tiempos. Al calor de un buen libro se vertebran las palabras justas y los silencios prudentes.