Eel Chorillo era para nosotros la libertad más absoluta. Aquella agua transparente y a veces de color esmeralda nos tenía cautivos todo el verano. Todos los niños del patio aprendíamos a nadar desde muy pequeños, excepto los «Mellizos», que no sé por qué razón extraña nunca aprendieron, e incluso de manera significativa, lo tenían a gala. La primera prueba de fuego que había que pasar para empezar a ser considerado un nadador, consistía en nadar a la “Piedra Blanca”; esta roca se hallaba a escasos metros de la orilla, con sólo dar unas escasas brazadas se encontraba al alcance de la mano, pero para nosotros, apenas unos principiantes, sin embargo significaba todo un triunfo. Para los que aspirasen a más y deseasen convertirse en atrevidos delfines, había dos peñas famosas con las que soñar llegar a nado; una era la peña del “Cincuenta”, la otra la de los “Cien”(*). En unos de aquellos días del verano llegó mi turno de iniciación. La situación se había rodeado de tal manera que hacia imposible dar marcha atrás; así que nada más que hice llegar a la playa, todos se me acercaron en espera de mi decisión. ¡Dios mío, no podía fallar¡ Pero en verdad tenía miedo y las piernas empezaban a temblarme.¡Qué trago…! Me introduje en el agua hasta la cintura, miré un momento al Tete y a Juan Antonio para darme ánimos, y me lancé desesperadamente hacia la “Piedra Blanca”. Una, dos, tres… no sé cuántas brazadas di, pero la “Piedra Blanca” nunca conseguí alcanzarla. Cansado por el esfuerzo, no me quedó más remedio que volver a la orilla, entre el reproche de todos. Algunos, presos seguramente por la indignación del momento y sin poderlo evitar, me llamaron cobarde… Aquella palabra, tan cargada de sentido, entró como un trueno hasta lo más profundo de mi alma. Pero no pude hacerlo, el miedo sencillamente me venció; y allí, tendido en la orilla, entre sollozos, experimente mi primer fracaso… Nadie se acercó a consolarme, todos me evitaban, ni siquiera el Tete se apiadó de mí; me hubiera gustado explicarles que tuve miedo, que me perdonaran, que lo intentaría de nuevo; pero fue inútil, me dejaron apartado toda la mañana o quizás yo mismo, abrumado por la vergüenza, fui el que se alejo de ellos, y sólo alguna que otra vez, de reojo, me atreví a mirarles…
Algunos días más tarde, sin que nadie me viera, me arrojé al agua dispuesto a redimirme de mi fracaso, y empeñado, ahora sí, en ahogarme si fuera necesario con tal de llegar a la “Piedra Blanca”. Una, dos, tres… un sin fin de brazadas, y esta vez sí que llegué a la maldita roca, me puse de pie, levanté los brazos loco de alegría, y con todas las fuerzas que daban mis pulmones grité hasta la extenuación:
-¡He llegado a la “Piedra Blanca”! ¡He llegado a la “Piedra Blanca”...!
Pero para mi sorpresa, nadie escuchaba mis gritos… Así, que me zambullí de nuevo, nadé lleno de rabia hacia la orilla, me tendí boca arriba en la arena, puse las manos en la nuca , y con una sonrisa que sólo yo comprendía, me dispuse placidamente a tomar el sol del mediodía…
Es curioso como los niños aprenden del entorno que les rodea el comportamiento que han de tener, como el “alter ego” que ha de habitar en sus almas en su estrecha relación con la sociedad y el mundo que les vio nacer. Desde los primeros años de la niñez la palabra “cobarde”, se orilla lo más lejos posible de su comportamiento diario, y es una palabra maldita en su mitológico ideario de comportamiento. No ha de ser el niño un ser débil y apasionado de la sensibilidad; sino al contrario, se le educa para ser duro e insensible, más resistente que el acero. Así fuimos educados, todo lo contrario que las muchachas con sus ropas suaves de color pastel, y amaneradas con juegos de combas y de muñecas que les hacían un carácter débil y allegadas a la ternura de sus madres… Los muchachos éramos otra cosa, la aventura y las travesuras eran nuestras señas de identidad más significativas. Y, claro está, pegarle patadas a una pelota, aunque fuera hecha de trapos, lo más importante de nuestros escasos años.
La sociedad de aquellos años cincuenta, no permitía grandes originalidades en nuestro comportamiento diario, y a cada sexo daba su forma de comportarse perfectamente estandarizado, a saber: Las niñas arremolinadas en torno a sus madres y el trabajo doméstico, de arreglar y adecentar la casa, guisar y, a la tarde, sentarse junto a la máquina de coser que la hacendosa ama de casa, repasaba dobladillos y botones de faldas, camisas y pantalones; como también, en un buen aprendizaje de modista, confeccionaban los más primorosos vestidos de organdí(**) para sus amorosas niñas. En cambio los niños, no nos ataba esas cercanías maternales, ni esos acercamientos hacia nuestras madres; nos atraía, o más bien nos imponían, el mundo más áspero y agresivo de nuestros padres, donde las lágrimas estaban de más y la lucha por la vida, como tan bien definiera Pio Baroja, en “La busca”, era el espejo ideológico donde debíamos mirarnos… Nada de cuentos de hadas y delicadeza en las formas, sino un mundo descarnado donde cada día era una batalla que había que ganar o morir en el intento.
Por eso, aquel estrepitoso fracaso de alcanzar la piedra Blanca -con todos los niños del patio azuzándome como una jauría para conseguirlo-, fue un momento determinante en el desprestigio que, como un castigo bíblico, recayó sobre mí; de tal manera, que no pude sentirme de nuevo humano y dejar de ser un paria abandonado por los suyos, hasta que alcance aquella meta inalcanzable de la piedra blanca, que de manera tácita habían dispuesto los dioses de nuestro sagrado patio y del Cajón del Asilo…
Así eran las costumbres de los muchachos en aquellos años cincuenta, que para bien o para mal tuvimos que asumir, porque en ello se ponía en valor nuestro prestigio y nuestra valía de ser la nueva generación de muchachos que nacían a un mundo nuevo; y cargados con la esperanza de que la vida habría de renovarse con otros valores, donde la libertad de expresión y la palabra dicha con la voluntad firme de sentirnos dueños de nuestro destino, fueran las nuevas señas de identidad de la cercana sociedad que se allegaba en ciernes…
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(*) En aquellos días, la peña del “Cincuenta” y la de los “Cien”, eran las rocas a las que solían acudir los chavales que ya sabían nadar; y había un continuo ir y venir de los nadadores desde la playa a estas peñas y viceversa. Seguramente sus nombres estarían referidos a los cien y cincuenta metros que estaban alejadas de la orilla.
(**)Elorgandí y la organza son muselinas de tejido de algodón que pueden ser blancas o teñidas de colores pálidos. Consisten en una tela fina, transparente y rígida y a veces está bordada. Recibe un acabado químico que le da esa característica de rigidez, similar al obsoleto almidonado de las camisas para evitar arrugas, pero que no se quita con los lavados. 1 Se utiliza para la fabricación de vestidos, blusas, adornos en vestimentas, cuellos en antiguos trajes, visillos, cortinas, lencería, sábanas para altares, etc. El organdí blanco suizo es muy apreciado por su calidad.
El origen de la palabra es del francés organdi (sin tilde) registrado ya desde 1723 refiriéndose a la muselina plegada en forma de libro.1
Es posible que esta tela sea originaria de Kunya-Urgench (antigua Urganch o Gurgandj, ciudad de comercio entre árabes y chinos) del Turkmenistán.