Categorías: Opinión

El Club Natación Caballa

Dentro de muy pocos días se cumplen diez años desde que escribo regularmente en El Faro. Sólo en una ocasión me aparté de mi intención primigenia de no utilizar esta columna para rebatir argumentos vertidos públicamente sobre mí. Esta será la segunda excepción. Soy perfectamente consciente de la estrategia de desgaste y destrucción personal ordenada por el Presidente de la Ciudad en mi contra. No es la primera vez que me sucede una cosa así. Es más, suele ser lo habitual. También es normal que cuando se activa una campaña de esta naturaleza, se investigue por todas las rendijas posibles, incluso buceando en la intimidad, hasta encontrar hechos susceptibles de ser escarnecidos públicamente. Es un clásico. La primera reacción de todos los poderosos que se sienten incomodados, es aniquilar a quien no acepta su tiranía. En mi caso siempre han pinchado en hueso. Cultivo el privilegio de ser absolutamente independiente en la mejor acepción del término. Sólo obedezco a mi conciencia. La mejor receta para caminar con dignidad por la vida pública es no tener nunca nada que perder. Por otro lado, mi vida privada es sumamente sencilla. Diáfana. Por eso les resultó tan complicado encontrar algún episodio para desacreditar públicamente mi conducta.
Al final se han tenido que conformar con mi nombramiento como socio honorífico del Club Natación Caballa. Ese hecho, circunscrito al ámbito privado más estricto, les ha parecido argumento suficiente para su tosca ofensiva. Lamento que hayan tenido que implicar a esta institución. En principio no hice el menor caso. Aunque viendo su insistencia en el asunto, y aprovechando que estamos en agosto, hoy me apetece contar mi vinculación con este club deportivo.
Nunca había tenido la intención de pertenecer al Club Natación Caballa. Desde la Playa Benítez no se divisaba. Tampoco nos hacía falta. Después abandoné el mar. Un día de mayo de mil novecientos noventa y ocho, mi hijo Juan Luis, que entonces contaba nueve años de edad, me dijo: “Papá, el sábado tengo que ira al Caballa para nadar”. No entendí muy bien lo que decía. Su proverbial despiste impedía conocer detalles de aquella convocatoria. Me presenté en la piscina. Era cierto. Al parecer, el Club había llevado a cabo una serie de pruebas por los colegios de la ciudad y había invitado a los chavales que apuntaban más cualidades. Juan Luis era uno de ellos. A partir de ese momento, el Caballa pasó a formar parte de nuestra vida. Allí transcurrieron horas interminables compartiendo la ilusión de mi hijo. Desde aquellos duros bancos de piedra, lo veía crecer y madurar sanamente, disfrutando de la pasión que siente por la natación, y sobre todo, por el waterpolo. Todos los miembros del Club Natación Caballa han observado siempre un comportamiento exquisito con Juanlu. Nunca podré agradecerles suficientemente su inmejorable actitud. Al mismo tiempo, esta distante proximidad, me ha permitido ser testigo de excepción de la evolución de un proyecto deportivo que debería ser conservado como ejemplo para la posteridad. Sin apenas medios, y prácticamente en solitario, el grupo humano que dirige el Club consiguió poner en marcha una idea de equipo basada en el compromiso colectivo y la disciplina, no exentos de esa prodigiosa ternura envuelta en aspereza que sólo Miguel Ángel Ríos es capaz de gestionar magistralmente. Antes la persona que el deportista. Antes los valores humanos que los resultados deportivos.
Hoy es una realidad reconocida por todos. Es muy saludable que, por una vez, hayan triunfado la vocación, la generosidad, y la fe ciega en las propias convicciones, en un mundo cada vez más acomodado y egoísta. He tenido la suerte de vivir muy de cerca esta experiencia y de convivir con sus protagonistas, a los que quiero rendir tributo público de admiración. Lógicamente, mi relación con todos los miembros del Caballa, fruto de un trato tan continuado, ha sido fluida, amistosa y agradable. Y, obviamente, he prestado mi colaboración en cuantas ocasiones he sido requerido para ello, y en la medida de mis posibilidades. No ha sido mucho. En cualquier caso, y como dice aquella máxima, “quien hace un favor jamás debe recordarlo, quien recibe un favor jamás debe olvidarlo”. Probablemente por tan estrecho contacto, o quizá ya aburridos de verme tanto por allí, los dirigentes del Club me insistían en que me hiciera socio. No lo creí necesario. Mi hijo, único usuario de la piscina, ya lo era.
Hace poco más de un año, uno de los miembros de la junta directiva, al que me une un vínculo afectivo muy superior al fraternal, y que a su vez es indiscutible campeón de la perseverancia, se empeñó en hacerme socio porque, según él, era bueno para el Club. Yo conseguía resistir a duras penas. A la vista de mi tozudez, tomó la decisión, por su cuenta, de presentar a la directiva la propuesta estatutaria de hacerme socio honorífico (dispensa de abonar la cuota de entrada). Se aprobó y así me fue comunicado. El verano pasado, Daniela, de dos años, despertaba a los encantos del sol y el mar. Podríamos haber elegido las instalaciones del Parque del Mediterráneo, pero decidimos aprovechar la condición de socios (y amortizar los cuarenta y ocho euros mensuales) y comenzamos a frecuentar el Caballa. En un ambiente ciertamente acogedor.
Pasado aquel verano, se desencadenó el ataque programado por Juan Vivas. Fue un gran amigo que, desgraciadamente, no ha podido superar la sobredosis de vanidad que provoca el halago omnímodo, exagerado y permanente. Quizá algún día, por su bien, deje ser Presidente y vuelva a su condición original. Es consciente de que todo lo que está sucediendo a su alrededor, y con su consentimiento, es absolutamente intolerable y pernicioso para esta Ciudad. Y también sabe que no me va a callar. Me conoce perfectamente. No en vano, llevamos más de veinte años compartiendo ideas y opiniones. Por eso empleó todos los medios a su alcance para impedir mi elección como concejal, comportándose como un poseso. Procuró dinamitar la coalición practicando el juego sucio hasta límites inimaginables. Intentó manchar mi imagen pública y personal sin reparo ni cortapisa alguna.
En esta aventura embarcó a todo el PP. La dura pugna interna por el cargo, el sueldo o la prebenda, convirtió el ataque a Aróstegui en una actividad rentable. Todos los aspirantes a vividores improductivos competían esperando su posterior recompensa. Y así, llegaron hasta el Club Natación Caballa. Derribaron sin rubor las fronteras de lo privado. Allí también podían hacer daño. Un reducido grupo de afines, burdamente azuzado, organizó un extraño revuelo protestando por mi designación como socio honorífico (curiosamente las otras designaciones no fueron cuestionadas). En ese momento, le dije a Julio López, que fue el promotor de la iniciativa, que dejaba inmediatamente de pertenecer al Club. Julio fue, como es su costumbre, breve y contundente: “para mí, sería una ofensa”. Suficiente. Me quedaré en el Club por respeto a mi amigo Julio, por el afecto tengo a todas las magníficas personas que forman parte de esta entidad, y porque los míos están a gusto.
Este verano, en julio y agosto, he vuelto a frecuentar el Caballa. Mi nieta ya tiene tres años. Casi todos los días laborables, entre las dos y las cuatro de la tarde, el agua de aquella piscina se convierte en un improvisado oasis de serenidad espiritual. Bajo el intenso azul de la ciudad que amo, el sol se funde majestuoso con una hermosa mirada menuda mágicamente arrebatadora, y por un instante la vida se torna limpia. Ajena por completo a las miserias que contaminan los corazones diminutos obstinados en hacerlo todo más feo.
El destino no está escrito. Pero más allá de lo que nos pueda deparar, el Club Natación Caballa siempre me evocará una miscelánea de emociones imborrables. Entre ellas, un sentimiento de eterna gratitud.

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