Ayer tuvo lugar la sesión plenaria para la aprobación de algo tan importante como son los presupuestos. Algo que, por su relevancia, debería interesar al ciudadano, simplemente porque es un resumen de la ristra de gastos y partidas que va a distribuir la Ciudad en las distintas áreas. Es el esqueleto de la economía general de todos los que aquí vivimos. Curiosamente dicho debate no consigue despertar el atractivo suficiente en el ciudadano. La asistencia al pleno no pasa de la presencia de periodistas -cada vez menos por la asfixia editorial-, de algún que otro político que huye de su obligación para convertirse en atento testigo de lo que dicen sus jefes y poco más. Al ciudadano ni le interesa lo que allí se habla ni quienes hablan. Es tal la fractura que hoy en día existe entre el ciudadano y quien lo representa, que ya pocos pierden el tiempo en escuchar los discursos de unos y otros, a pesar de que, insisto, el tema es importante. Mucho más ahora. Esta situación debería entristecer a la clase política. Ese ‘verse solos’ debería obligar a una reflexión, pero lo duro es que no llega. ¿Quizá habremos llegado a un momento en que ni al político le importa no ser respetado, no constituir ya un referente? La gente mira hacia otro lado porque son demasiadas las tortas recibidas. Sencillamente no creen, no creemos, en el sistema. ¿Cómo enganchar al votante, cómo hacerle ver que el control, la gestión del bien común es importante? En eso deberían estar preocupados los que mandan, pero fíjense, no es así. Ellos también pasan. Se han asentado en sus sillones de mando, gestionan el bien común a su antojo, no reparan en esa fractura sentimental, social, de pura querencia. ¿Queremos ver el problema, o seguir soñando con otro momento?