Vivimos un tiempo enigmático. El aplastante dominio cultural impuesto por el poder económico ha debilitado en exceso los principios esenciales que anclaban la aspiración de un desarrollo armónico (en la medida de lo posible) y global (aún con ritmos diferentes), sostenido por la Declaración Universal de los Derechos Humanos (lo más parecido a una Constitución del Planeta Tierra que la especie humana ha sido capaz de consensuar). Lo que parecían valores sólidos, arraigados e irreversibles, han transmutado en ideas líquidas que se nos escapan entre los dedos con sorprendente facilidad (se recomienda leer a Zygmunt Bauman). La “nueva” sociedad se articula en torno al miedo de las personas. Tanto las acciones individuales, como las colectivas, tienen como referente más poderoso, el miedo. La “seguridad” en su sentido más amplio y profundo, entendida como la disipación absoluta de todos los temores que acechan al ser humano en su peligroso peregrinar por el mundo, es la prioridad por excelencia. La consecuencia de este modo de entender la vida en común es la exacerbación del egoísmo y la relegación de la solidaridad a un segundo plano. La solidaridad ya no es el fundamento de las relaciones humanas, sino un lujo que se puede practicar a tiempo parcial sin que pueda comprometer el espacio vital de cada cual, previamente blindado. Nuestros congéneres han dejado de ser hermanos para convertirse en potenciales enemigos. Estamos ante una versión tecnológicamente más avanzada de la Edad Media en la que el rol de Dios ha sido sustituido por el dinero.
Algunas imágenes explican esta similitud con inapelable nitidez. Entre los recipientes de aceite hirviendo que se vertían desde las fortalezas medievales a quienes osaban asaltarlas, y nuestras flamantes concertinas, instaladas por ejemplo en Ceuta, no hay ninguna diferencia apreciable.
Nuestra Ciudad, devenida en laboratorio sociológico en miniatura, nos ofrece una visión privilegiada de esta acelerada reconversión del alma humana. La “ley del más fuerte”, que hemos tardado en superar más de dos mil años (al menos como modelo teórico) ha sido reimplantada con toda su potencialidad por un insaciable poder económico, que encuentra en este marco ideológico su más perfecto desarrollo.
El comportamiento colectivo ante el fenómeno de los menores extranjeros no acompañados (situados voluntariamente al margen de la tutela institucional), es tan elocuente como concluyente. La imagen de esos niños es muy similar a la que muestra Charles Dickens en sus magistrales novelas, y que siempre despertó ternura y compasión. Hoy genera odio. “Que desaparezcan” de las calles se ha convertido en un clamor popular. No importa el cómo (es secundario). No importa el destino de esas persona, lo único que se exige desde la furia es que “se los lleven” a donde sea. “Que no los veamos más”. Esta no es una opinión minoritaria (eso no sería un problema), sino un sentir generalizado confesado con mayor o menor grado de explicitud según el nivel de formación y catadura moral de cada individuo. La configuración de este constructo social alimentado por un miedo irracional y altamente contagioso, ha convencido a la inmensa mayoría de la población de que los MENA son un peligro público que hay que erradicar por el bien de “nuestras familias”, para poder “vivir en paz”. Hemos convertido a este colectivo en el principal problema de Ceuta. Es difícil explicarnos, sin ruborizarnos, como hemos llegado a este punto. Ceuta sigue azotada por el paro, la pobreza, el fracaso escolar, la escasez de vivienda y una tremenda crisis económica (agravada por el caos fronterizo). El Presidente de la Ciudad se reúne con cuatro ministros del Gobierno de la Nación, y el asunto que consume más tiempo e interés es el “problema de los MENA”. Ceuta, con su hipertrofiada administración y su desorbitada transfusión de fonos públicos, no es capaz de resolver la situación de “inseguridad” creada medio centenar de adolescentes.
Pero lo realmente preocupante es que aquellas instituciones, obligadas por ley a preservar los principios constitucionales, entre las que se encuentran las administraciones y los partidos políticos, en lugar de actuar como antídoto de este vertiginoso proceso de descerebramiento colectivo, lo “comprenden” y alientan. Es mucho más cómodo (y rentable electoralmente) remar a “favor de corriente”, aunque la corriente, como en este caso, sea un abundante caudal de maldad y miseria moral portador del germen de la destrucción de la convivencia. Porque el odio no sabe distinguir.
Los partidos políticos, todo sin excepción, deberían abandonar la ambigüedad, el doble lenguajes, los “sobrentendidos”, la astucia de la omisión y el escape de los “lugares comunes”; y militar en el bando de la solidaridad que inspira nuestra Constitución. Nuestra función es revertir la riada de odio y temor en fraternidad y apoyo.
Los menores que deambulan por nuestras calles, personas vulnerables en grado extremo desde el inicio de su vida, no son muy diferentes de cada uno de nosotros en sus motivaciones y anhelos. Hay que encontrar soluciones, no para nosotros, sino para ellos. Nadie en este tiempo debería vivir en la indigencia supina. La clave (que además es lo que nos impone la ley) es acercarnos y conectar con ellos, ganarnos su confianza, convencerlos que de que pueden aspirar a un proyecto de vida mejor que el que ahora los cautiva Y eso se hace con los medios adecuados, con vocación y paciencia, con “amor al prójimo” (algunos deberían recordar la frase célebre: “dejad que los niños se acerquen a mí”), desde la convicción de que la cooperación es la base de un mundo más habitable y humanizado. Por eso infunde una infinita tristeza (quien prefiera que elija el término indignación) comprobar que la mayoría absoluta de las personas que representa a la ciudadanía ceutí, es capaz de votar en contra de una propuesta que pretendía poner en marcha un plan urgente de atención integral a los menores extranjeros no acompañados que no están tutelados actualmente por la Ciudad
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