El tema de la obra, Todo verdor perecerá, como el de tantas otras malleanas, es la soledad y la incomunicación humanas: Ágata Cruz, huérfana de madre, es criada por su padre –un médico suizo empedernido lector de la Biblia- en Ingeniero White, un anejo de Bahía Blanca. Se casa con Nicanor Cruz, más que por amor, por liberarse del marco en que transcurrió su no muy afortunada infancia. Fracaso en su matrimonio.
Cuando su marido en una ocasión está enfermo de pulmonía, Ágata, para terminar con todo –en un intento de suicidio y parricidio de lo más ecológico-, abre de par en par al viento helado las puertas y ventanas de al estancia. Solo muere él. Ella, viuda, se instala en un hotel de Bahía Blanca donde conoce al abogado Sotero, que, tras un corto idilio, la abandona. Regresa a Ingeniero White donde acaba por volverse loca, y, como dice Anderson Imbert, “acaso por suicidarse”. (Larsen, recordemos, el protagonista de El astillero, de Onetti, curiosamente, también muere por una pulmonía).
Todo este material está estructurado en dos partes de siete y seis capítulos respectivamente. La primera abarca hasta la muerte de Nicanor; en la segunda se narra el traslado de Ágata a Bahía Blanca y su posterior retorno a Ingeniero White.
Técnicamente la novela se narra en contrapunto: se descompone en dos planos temporales: el presente, que transcurre en poco más de un año, y el pasado, por el que conocemos desde sus primeros recuerdos la vida de Ágata.
La acción, tanto la presente como la evocada, sigue un estricto orden cronológico.
Las descripciones, tantas veces consideradas como meros telones de fondo, cuando no simple y llanamente elementos parásitos, desempeñan en esta novela una función narrativa básica: lo que algunos teóricos llaman función reflejo, o sea, que sirven para caracterizar el mundo interior de un personaje. En pocas obras como en esta se imbrican mejor paisaje y personajes; tanto, que el caso ha llegado a ser paradigmático: Bourneuf y Ouellet, en su conocida La novela, dicen sobre esto: “La relación entre el paisaje y el personaje, en la que se establece por regla general una correlación a nivel de afectos, puede ejemplificarse con toda la primera parte de Todo verdor perecerá: la aridez del paisaje se corresponde con la amargura y dureza creciente de la protagonista”.
El autor en esta, como en casi todas sus novelas, adopta para el narrador una posición exterior omnisciente: interviene entre el personaje y el lector. Como dice Anderson: “No solo recoge los monólogos interiores de Ágata, sino que los explica y aun juzga”. De ahí esa impresión que tan bien expresa este de que “los personajes de sus novelas y sus actitudes ante la vida, por variados que sean, siempre están habitados por Mallea, que desde cada alma creada persigue su propia indagación de qué es ser hombre, ser mujer, en una situación vital argentina”.
Técnicamente, se alternan a lo largo de toda la obra los estilos directo, indirecto, indirecto libre (el más abundante) y el monólogo interior.
Abundan en la obra, como apunté, las intromisiones del narrador y lo Óscar Tacca llama “remansos filosóficos”. Pero, innumerables veces, el narrador cuenta asumiendo el punto de vista y la conciencia del personaje, y, sobre todo en el caso del personaje principal, Ágata Cruz –mujer de escasa cultura y de poca proclividad hacia la misma, como el narrador en repetidas ocasiones se encarga de hacernos saber- nos la “interpreta”: Y, para ello, para salvar inverosimilitudes, el pobre idiolecto de la mujer, especialmente en lo que sería discurso abstracto, queda recubierto por el más eficaz del narrador.
Se dan, no obstante, con cierta frecuencia ambigüedades: a veces no se sabe con claridad cuándo el narrador se entromete en la novela o asume la conciencia de un personaje.
Muy característica es también en esta obra –como en toda la del autor argentino- la abundancia de sentencias, asimilables a lo que se ha dado en denominar epifonema –estas sí claramente atribuibles al narrador-, que jalonan el relato.
Al igual que las llamadas catálisis descriptivas no tienen en esta obra un simple carácter de relleno, sino que cumplen una importantísima función; también de entre la galería de personajes que la pueblan –no muy extensa, por cierto- hay uno que unido a aquellas con su desvalimiento intensifica notablemente el opresivo clima de la obra: Estaurófilo, un subnormal que trabaja como criado en la estancia de los Cruz, en el que me voy especialmente a detener.
Tipológicamente, según la conocida clasificación de Forster, es un personaje plano. Caracterizado directamente en las primeras páginas con una gran economía, las referencias al personaje, en el conjunto de la obra, apenas llegarían a colmar media docena de ellas; pero como dije, magistralmente situado en el relato, su patética presencia contribuye con gran eficacia a acrecentar el drama, la incomunicación de los dos personajes principales: queda muy lejos de ser, por tanto, una mera figura decorativa.
Su deformidad física, unida a su incuria –especialmente en el vestir-, es el primer indicio de su deficiente estado mental, que, unido a otros, se confirma más adelante. Su presunto origen incestuoso contribuye a que cobre más patetismo su figura.
Nicanor Cruz, al fin, no deja lugar a dudas sobre su natural: “Nicanor, con las manos mojadas, se incorporó, lo miró irse. ¿Qué destino había atado a ese pobre idiota a su mala estación, a su miseria?”. Desde entonces, y hasta su no muy lejana desaparición de la obra, no deja de subrayarse su tarada índole por medio de su infrahumano acomodo o de su casi zoológica condición: “Estaurófilo, apenas visible en la noche, volvía hasta su choza con un balde de avena en cada brazo”. O remarcando su deformidad física, posturas o rictus.
El espacio más extenso que se le dedica está al principio del capítulo IV. También al inicio del siguiente se vuelve a subrayar su condición casi animal con motivo de su primera subida a un automóvil; y al final, se vuelve a significar, de un modo reflejo, por la reacción que ante él tienen los demás, su naturaleza subnormal.
Pero el pasaje más dramático, en lo que al deficiente se refiere, se da en el siguiente capítulo, cuando, “confuso y vacilante con el balde de alimentar a los caballos en la mano” entra en el dormitorio de los Cruz.
Cuando la enfermedad de Nicanor llega al acmé y delira, uno de los peones se ofrece para ir en el ford a buscar al médico del pueblo. El autor entonces, con un solo adjetivo, nos vuelve a retratar al personaje: “Estaurófilo, indiferente, cerró tras él la tranquera teniendo de la rienda al tordillo”.
Ya en la segunda parte del relato, cuando Ágata se ha instalado en Bahía Blanca, por medio de una larga epanalepsis, se nos da cuenta de todo lo acontecido desde que, con móviles homicidas y autodestructivos –como ya dije al hablar del argumento-, abrió por completo al “viento helado” la puerta y las ventanas de la estancia. El autor, fijándose en los ojos, por medio de una singular hipérbole, nos transmite los sentires del idiota durante el velatorio de su amo: “… tenía los ojos tan grandes, que parecía que los había largao a rezar solos”.
Cuando Ágata, tras recuperarse del enfriamiento cogido durante su intento de suicidio en la estancia de sus cuñados, regresa a la suya para venderla, supo de la evasión de Estaurófilo. Este último gesto del idiota, que quizás instintivamente temiera el mismo mal fin que su amo, hace que el lector lo asimile nuevamente a un animal. Es la penúltima vez que se nombra en la obra; la última es, ya en Bahía Blanca, el recuerdo que Ágata tiene para él.
En resumen, la descripción que de Estaurófilo, en los diversos pasajes, nos hace el narrador por medio de un hábil y económico procedimiento selectivo constituye un modélico retrato.
El final abierto de la obra, que ya mencionamos al resumir el argumento, es paradigmático de la avaloración que puede dar a una obra la ambigüedad. No sabemos si Ágata se vuelve loca –sería el fin al que más lógicamente parecía abocada- o definitivamente se suicida:
“Tan solo muy tarde se levantó precipitadamente, como llamada por un grito, y, sin dirección ni discernimiento, echó a correr contra la oscuridad”.
En conclusión: autor, como dije al principio injustamente preterido, según Donald L. Shaw, es “el único gran cultivador de la novela sicológica” en Hispanoamérica: una rigurosa arquitectura narrativa más interior y profunda que externa y un estilo amplio, cuidado y detallista –en un español sin concesiones y sin empachantes casticismos- lo hace, sin lugar a dudas uno de los más grandes de las literaturas hispánicas de todos los tiempos.
Y Todo verdor perecerá particularmente una de las obras más conmovedoras que sobre la condición humana nos pueda ser dado leer; en especial, el alucinado errar de Ágata Cruz por Ingeniero White al final de la novela. Ágata es una desoladora metáfora de la esencial soledad del hombre.
Curiosamente, el personaje principal, Ágata Cruz –como es obligado en una novela sicológica delineado esféricamente-, no tiene humanamente un especial atractivo, pero está tan vigorosa, tan magistralmente creado que hasta el lector menos sensible no puede dejar de estremecerse y sentir por ella una infinita compasión, como quizás nunca por nadie de carne y hueso haya sentido.
(La obra actualmente, para aquellos a los que les interese su lectura, la pueden encontrar fácilmente en Editorial Cátedra (Letras Hispánicas, nº 400 ), aunque con una despistada introducción de Flora Guzmán, en la que, por ejemplo, en la bibliografía ignora la citada edición madrileña de Revista de Occidente).
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