El próximo mes de mayo se celebran las elecciones municipales. Quedan por delante once meses de dura campaña electoral. Porque en estos comicios sí está en juego el poder tangible.
En las elecciones generales los ceutíes aportamos un suspiro, y en las europeas menos aún. Pero en las elecciones locales elegimos directamente a las personas que gobernarán el Ayuntamiento. Los ciudadanos sienten de un modo más intenso la trascendencia de su voto. Además, el hecho de que se elijan veinticinco concejales abre un amplio abanico de posibilidades. Un cinco por ciento de los votos permite obtener representación. Así que es bastante más fácil soñar. En esta ocasión se suman otros dos factores que favorecen la agitación. Por un lado, la impresión generalizada de que el PP verá reducido su hasta ahora monstruoso botín electoral. Todo apunta a ello. Es comprensible que se renueve la ilusión por repescar los votos de la decepción. Por otra parte, el reciente fenómeno de Podemos en las elecciones europeas, anima a creer que todo es posible. Este paradigma de irrupción inopinada, invita a la aventura. Cualquiera puede sentirse émulo de tan rutilante acontecimiento.
Estamos en el escenario ideal para la proliferación y efervescencia de aspirantes de toda clase, condición y pelaje. Todo el mundo tiene prisa. A penas queda tiempo para hacerse notar y fabricarse un perfil reconocible ante la ciudadanía. Esta actitud, contagiosa, desata una agotadora campaña electoral a la que es difícil sustraerse. El problema es que no se trata de una multiplicación de proyectos políticos y, en consecuencia, un debate de ideas más plural, lo que sería magnífico. Lo que se produce es una reducción de la política a una burda competición de desprestigio feroz del adversario, con la intención de minar sus expectativas electorales. El modus operandi viene a ser tal que así: cada candidatura, presente o futura, define su potencial caladero de votos, en función de sus propias características; selecciona a su principal competidor, y se lanza desaforadamente a su destrucción por todos los medios posibles, en la creencia de que el éxito de la operación de demolición será recompensado apoderándose de los votos que quedan huérfanos. Esta forma de entender la lucha política, retrógrada y mezquina, amenaza con convertir la vida pública durante los próximos once meses en una insufrible pugna de descalificaciones personales.
Esta situación acarrea dos consecuencias nefastas. Una. Un mayor descrédito de la política, que acrecienta el sentimiento de desafección que invade a la opinión, con el consiguiente debilitamiento del sistema democrático. Dos. La paralización de la actividad productiva. Se consume toda la energía en estos combates dialécticos tan fútiles como estériles, mientras los gravísimos problemas que agobian es esta ciudad pasan a un segundo plano. Esto es lo auténticamente trágico. Ceuta no puede esperar. Necesita un descomunal esfuerzo sustentado en la unidad de todos en torno a ideas, objetivos e instrumentos compartidos (ese debe ser el ámbito del debate). Pero desgraciadamente, lo sustituiremos por un inútil patio de vecinos en el que dirimir la mediocridad teñida de espurias ambiciones personales.
De este lúgubre panorama que se avecina hay un claro ganador. El PP. Aunque pudiera parecer lo contrario, la olla de grillos favorece enormemente al PP. Por eso la estimula. Ellos manejan dos herramientas fundamentales en este juego: el poder y el control de los medios de comunicación. Pueden dirigir intenciones comprando voluntades y creando expectativas (aunque sean falsas). Y además, manipulan a su antojo e interés la “libertad de expresión”, destacando lo que les beneficia y silenciando lo que les puede perjudicar.
La conclusión de todo ello es que nos quedan once meses en los que aparecerá un solo mensaje, aunque con múltiples protagonistas, y en todas las modalidades posibles: “todos contra Caballas”. Es el interés prioritario del PP. Debilitar al máximo, y aniquilar si es posible, la única alternativa real que le puede inquietar. Todos los demás son pigmeos que engullen con una facilidad pasmosa.