No tengo perro. Lo tuve hace años, cuando se nos metió en el coche un chucho casi por sorpresa, en una parada que habíamos hecho la familia en carretera. Su mirada melancólica y noble parecía suplicarnos compasión y ternura. La que le habrían negado sus dueños, abandonándolo, quién sabe donde, a juzgar por el estado lastimoso que ofrecían sus patitas y su desesperante jadear fatigoso, después de una eterna caminata sin rumbo en busca de los suyos.
Mi primera intención fue bajarlo y proseguir el viaje. Sin embargo mis hijos, todavía pequeños, cautivados por el mensaje y las expresiones de cariño que nos transmitía aquel can, irrumpieron en un desconsolador llanto que nos hizo ceder, a mi mujer y a mí, ante sus conmovedoras súplicas de adopción del animal. Y desde ese día, ‘Moreno’, se convirtió, de por vida, en el quinto miembro de la familia.
Desde el primer momento de su entrada en nuestra casa logró el ‘milagro’ de unir férreamente a mis hijos. Por lo que a mí respecta me permitió descubrir las satisfacciones que este tipo de animales son capaces de proporcionar a sus dueños hasta extremos inimaginables, movidos por su fidelidad y extraordinario instinto. No me ruboriza confesarles que ambos llegamos hasta al extremo de ‘hablar’ mutuamente, de ser cómplices de tantas cosas y de compartir un cariño difícilmente explicable entre una persona y un animal.
‘Moreno’ se convirtió en mi sombra de por vida, hasta que los años y la enfermedad terminaron arrebatándomelo para siempre en una clínica veterinaria en la que expiró. Mucho le lloré y aún no he logrado encontrar consuelo cada vez que su recuerdo punza en mis sentimientos. Demasiado dolor y remembranza para adoptar a una nueva mascota. Me sería imposible.
Lo más que llego es a hacerme cargo de los perros de mi hija en su ausencia. Qué remedio como padre.
Quede bien claro que nada tengo en contra de estos animales. Lo que no quita para denunciar el lamentable estado que ofrecen determinadas calles plagadas de excrementos por la conducta incívica y deplorable de sus amos. El caso de las aceras de la Marina. Todo un emblemático y bello paseo orgullo de la ciudad al que los esfuerzos de los responsables de la limpieza no logran liberar de las deposiciones que, impunemente, dejan en el suelo, en un acto de incomprensible irresponsabilidad, determinados dueños.
¿Así, hasta cuando? Es como si no pareciera preocuparle a la autoridad competente un problema que va agravándose con el tiempo ante la ausencia de medidas sancionadoras como viene haciéndose en muchos municipios. Baste asomarse al blog ‘Es cosa de perros’ para comprobar las multas más usuales que, entre los 90 y los 3.000, euros se vienen imponiendo en diversas ciudades al respecto. Algunas hasta el extremo, como el del ayuntamiento de Hernani, de pretender exigir a los dueños aportar el ADN de sus mascotas para identificar sus posibles deposiciones en la vía pública.
No hace falta llegar a tanto. Simplemente como han hecho determinados consistorios colocando durante periodos aleatorios de tiempo a agentes vestidos de paisano, algunos incluso acompañados de sus perros, como si de un ciudadano corriente se tratara. Ni que decir tiene que el asunto funcionó. Porque, de uniforme, la infracción difícilmente se produciría. Es más, ante su presencia ha habido quienes, carentes de bolsas para la recogida de los excrementos, han llegado a retirarlos con la mano como me comentaban dos policías locales.
Que todos los dueños no son iguales está más que claro. Como también las situaciones de apuro por las que han de pasar quienes cumpliendo con las normas cívicas han de sufrir la mirada censuradora o el comentario más o menos entre dientes de algún transeunte desconfiado, ante la parada de la mascota o de su dueño en su paseo callejero.
Perros sí, por supuesto. Pero quien no sepa conducirlos con el civismo y la higiene que ello conlleva que se abstenga a tenerlos. Y el que no, pues eso. A multar tocan. Que ya está bien de cacas y de guarros.
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