Permanecer ajeno a la crisis social que están sufriendo nuestros vecinos del norte de Marruecos es imposible si tienes un mínimo de humanidad. No estamos hablando de una crisis de hambruna que nos puede conmover, pero la sufren personas anónimas que no conoces. Hablamos del carpintero amable que te montó la cocina en tu casa mientras conversábamos de nuestras familias, de la señora que te ha cuidado a los hijos, del camarero del bar donde tomabas café o del mecánico que conoces desde hace décadas y ahora sois amigos.
Son amigos que te cuentan que han cerrado el taller porque nadie puede reparar el vehículo; que te comenta que Mohamed, otra persona que conoces, ha tenido que vender hasta los muebles, porque durante este largo año ha vivido de los ahorros y no le quedan recursos; que te comenten que la trabajadora de hogar que tenía tu vecina puede comer gracias al dinero que le envían desde Ceuta. Este drama humano no te puede parecer ajeno, seas de la religión que seas, seas de la nacionalidad que seas.
Salir a nado de una playa de Castillejos o Beliones con treinta años, con veinte o siendo menor sin saber si vas a llegar o te vas a ahogar no es plato de buen gusto, sobre todo cuando el trofeo es comer todos los días y alojarte en un barracón. Salir en una embarcación con tu bebé sabiendo que días antes han fallecido en el intento otros inmigrantes, tampoco lo es.
Mientras este drama ocurre, nos encontramos que ciudadanos desaprensivos y racistas se retratan en chats y medios de comunicación voceando comentarios que indignan a cualquier persona decente; comentarios que ponen en evidencia la falta de humanidad y la ignorancia de la historia de su país, ese que tanto dicen amar, porque millones de españoles han pasado por situaciones parecidas, millones de españoles que no merecían ser criminalizados o insultados.
Esto que ahora paso a narrar son dos historias reales. Una aventura desesperada de unos ceutíes españoles que, como estos de ahora, intentaron salir de su país buscando vivir dignamente:
Estaban apostados en la playa de la Almadraba esperando que llegara una patera para recogerlos y pasarlos clandestinamente hacia Marruecos. Huían buscando unas mejores condiciones de vida, derechos y un mejor salario. La patera llegó a la playa de la Almadraba, previo pago como habían acordado con los propietarios de la embarcación. La noche no había sido elegida al azar, porque por la mañana había que enlazar con un autobús -entonces conocida como camioneta-, cuyo conductor, había preparado el traslado para evitar inconvenientes. Este grupo logró llegar a Tánger, donde encontraron trabajo, se instalaron y vivieron muchos años.
Unos meses antes otro grupo de ceutíes se apostaba en el puerto esperando que un barbero que pelaba en los barcos pudiera ofrecerles la posibilidad de subir en uno de los muchos que llegaban a Ceuta. Uno de esos días, el ceutí pudo subir a bordo de un barco, desembarcó en Alemania, como pudo hacerlo en cualquier otro puerto. Unos años después conocí a Manolo, así se llamaba el polizón, disfrutaba de las vacaciones en Ceuta y siempre visitaba a mis padres.
Historias de ida y vuelta.
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