Opinión

Dos décadas de una guerra baldía que alcanza la operación retorno al paraíso talibán (I)

Tras casi veinte años de conflictos, influencias y dominaciones, Afganistán, de facto gobernada por el Emirato Islámico de Afganistán, representa uno de los legados más complejos y peliagudos de la ‘Guerra Fría’ (1947-1991). La invasión soviética de 1979 abrió una brecha de violencia al calor del hervor y arrebato, cuyo propósito, no más lejos de los intentos solapados de avance producidos a lo largo de 2020, definitivamente, no han prosperado para cualquier forma de estabilización política y social.
Y es que, al hablar de Afganistán, no queda más remedio que referirse a un Estado devastado y empobrecido por la intervención y los intereses extranjeros, con la vista puesta en su posición estratégica, los recursos naturales, el extremismo islámico y un desequilibrio gubernamental casi endémico, producto de una sociedad modulada en torno a diversos clanes, etnias y religiones con postulados distintos, cuando no confrontados.
Incuestionablemente, esta amalgama de deslices le ha llevado a ocupar el peldaño 170 de 189 dentro del ‘Índice de Desarrollo Humano’, con unos niveles de pobreza del 55,3% de la población. Sin inmiscuir, que es considerado el país más peligroso del planeta, rebasando a la República Árabe Siria. El poder por la fuerza de los talibanes tras la salida de las tropas rusas, y posteriormente la toma de Kabul en 1996, supuso un antes y un después en las prácticas intransigentes y estigmatizadas contra las minorías étnicas y las mujeres, o las reticencias enquistadas del acceso a la educación de las niñas, como señas de identidad del régimen talibán dentro de sus zonas de control.
Sin embargo, los vínculos estrechos con el movimiento de resistencia terrorista, paramilitar y yihadista, ‘Al Qaida’, sería la punta del iceberg que convirtió a Afganistán, tras los atentados cometidos por esta organización el 11/IX/2001 en tierra norteamericana, en el primer objetivo de la denominada ‘Guerra contra el terrorismo’ o ‘Guerra al terror’ (11-IX-2001/23-V-2013), en una campaña encabezada por Estados Unidos y respaldada por miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, abreviado, OTAN, y otros aliados, con la finalidad expresa de acabar con el terrorismo internacional y aniquilar sistemáticamente a los llamados grupos terroristas.

Los talibanes jamás han aclarado un horizonte nebuloso y cargado de incógnitas sobre sus planes, para dar acogimiento a un supuesto patrón democrático que es incompatible a sus principios

Habiendo transcurrido dos décadas desde el primer fragor de la ‘Operación Libertad Duradera’ (7-X-2001/31-XII-2014), tomando el pulso de aquel pacto firmado entre los norteamericanos y talibanes como un hipotético acuerdo de paz, al menos, si merece este epíteto, podría ser discurrido como la utopía al fin de la violencia, sin pasarse por alto las conversaciones infructuosas entre el Gobierno afgano y los talibanes.
Con estas connotaciones preliminares, tomando como punto de partida la irrupción y ocupación de Afganistán por los talibanes, pretendo desmenuzar el desarrollo de la invasión estadounidense, para a continuación implementar un análisis sucinto del mencionado acuerdo como puerto de llegada, para desembocar en las secuelas desencadenantes de un Estado desintegrado por la violencia endémica, y con la Corte Penal Internacional, como Tribunal de Justicia reivindicando los crímenes de genocidio, guerra, agresión y lesa humanidad, en un entramado de potencial vulnerabilidad geográfica.
Primeramente, es preciso referirse a la génesis y radicalización del movimiento talibán. En sus comienzos, la denominación ‘talibán’ procede del pastún que literalmente significa ‘estudiante’. Su origen retrata a los jóvenes desarraigados que acudían a las escuelas coránicas o madrasas de los campos de refugiados afganos de la República Islámica de Pakistán, colindantes a los límites fronterizos con Afganistán.
En estas escuelas religiosas islámicas recibían enseñanzas del partido fundamentalista paquistaní ‘Jamiat-e-Ulema-Islam’, o ‘Asamblea de Clérigos Islámicos’, quienes aparejaban una exegesis del Islam que imposibilitaba cualquier progreso social o político. De cualquier modo, en este entorno Mohamed Omar (1960-2013), conocido como el mulá Omar y antiguo combatiente antisoviético, logró incorporar a numerosos jóvenes estudiantes coránicos, con el ideal de establecer la paz e instaurar la Ley Coránica, bajo el mando del partido político pakistaní Jamiat-e-Ulema-Islam de corte islamista y deobandi y el ejército.
La intrusión de los talibanes en la ‘Guerra Civil’ se remonta a 1994. Dos años antes, el antiguo Presidente pro-soviético, Mohammad Najibulá Ahmadzai (1947-1996), deshecho por las vicisitudes rebeldes y el desplome de la Unión Soviética, fue depuesto por los secuaces muyahidines.
Entre tanto, los grupos políticos que acomodaban estos bandos pugnaban en el poder con enfrentamientos. Toda vez, que con el amparo de Pakistán que observaba como la conflagración de su vecino entorpecía la comercialización del territorio, los talibanes avanzaron hasta la conquista ensangrentada de Kabul en 1996. Asimismo, la supremacía obtenida en la región afgana de los talibanes no le concedió el prestigio internacional esperado, porque únicamente operaban con el patrocinio de Pakistán y el Reino de Arabia Saudita.
Por el contrario, la Administración del muyahidín Burhanuddin Rabbani (1940-2011) era apoyado por Rusia, la República Islámica de Irán y la República de la India. Si bien, ello le permitió relacionarse con Al Qaeda y Osama Bin Laden (1957-2011), quien, a su vez, tras su marcha de Sudán en 1996 era amparado por el mulá Omar.
Simultáneamente, Bin Laden proporcionaba grandiosas donaciones económicas al régimen talibán, mientras éstos transferían parte de su superficie como campo de operaciones y entrenamiento para los futuribles terroristas.
Pero, sin duda, la contribución más importante de Bin Laden y Al Qaeda a los talibanes, residió en la radicalización de sus asentamientos encaminados al universo occidental y, muy particularmente, señalando a Estados Unidos como el mayor de los contendientes en la palestra, porque su guerra se entablaba entre las fronteras afganas.
De hecho, la parte intrínseca del proceso de radicalización, junto a un profundo fundamentalismo religioso, se planteaba con inquietud en el seno del Consejo de Seguridad en su Resolución 1267 de fecha 15/X/1999.
Va a ser en este escenario cuando los americanos serán la diana a batir, como potencia hegemónica, sobre todo, tras la interposición internacional en Somalia a principios de los años 90, que predispuso una cadena de atentados contra blancos estadounidenses, como los consumados en las embajadas de Kenia y Tanzania.
Ni que decir tiene, que el calificado por el numerónimo ‘11-S’, implicó un brusco vaivén en muchísimos aspectos para la Comunidad Internacional.
Más allá de la calamidad experimentada en el núcleo de su corazón financiero y militar, la cadena de los cuatro atentados suicidas simbolizó el advenimiento de un rival que no se había revelado con tanta ferocidad: el ‘terrorismo internacional’.
Obviamente, esta no eran las garras mortíferas del terrorismo al que estábamos habituados: el que agredía y arrollaba por impulsos de radicalidad política mirando a las instituciones del Estado, exploraba sin precedentes una revolución política.
Lo que aquel martes fatídico del 11-S observábamos en directo por los medios televisivos, en palabras del académico Antonio Remiro Brotons (1945-75 años): “sobresalta no sólo por su escandalosa espectacularidad, su abrumadora carnicería, su impacto en símbolos del capitalismo y del poder militar de la primera potencia del mundo, sino porque evidencia la existencia de una red de organizaciones y células terroristas transnacionales que se sirven de los Estados”.
Aquello que con pelos y señales acababa de padecer estrepitosamente Estados Unidos, tuvo un efecto global demoledor y era una suerte de advertencia para navegantes.
¡De pronto, nos enfrentábamos a un duelo hasta ahora disfrazado!
Tal vez, por ese raciocinio, la réplica de Estados Unidos computó una agudeza nunca encarada hasta entonces.
Por doquier, surgieron las evidencias de solidaridad, incluyéndose aquellas que identificaban a los talibanes como el Gobierno indiscutible de Afganistán. Llámense, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí y Pakistán. Del mismo modo, esta expresión contundente la compartió Naciones Unidas.
Veinticuatro horas más tarde de los atentados, el Consejo de Seguridad en su Resolución 1368, además de condenar inequívocamente los sucesos dramáticos, estimó que cualquier acción de terrorismo configura “una amenaza para la paz y la seguridad internacionales”, declarando estar “dispuesto a tomar las medidas necesarias para responder a los ataques terroristas perpetrados (…) y combatir el terrorismo en todas sus formas”.
Más adelante, esta Resolución se limó el 28/IX/2001 con la Resolución 1373.
En ambas, el Consejo de Seguridad hacía un alegato explícito en pro de la verdadera defensa individual y colectiva, mostrando su cara más crítica, al igual que lo haría Estados Unidos el 7/X/2001 en el marco de la ‘Operación Libertad Duradera’.
Es sobradamente conocido, que el engranaje de la incursión de Afganistán por Estados Unidos y sus aliados dentro de la concepción de ‘legítima defensa’, en el sentido que se halla pormenorizada en el Artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas, siendo copiosamente impugnada por la doctrina y no toparse con la negativa manifiesta de ningún Estado.
Como indicativo de ello, el Consejo Europeo comprendía que “sobre la base de la Resolución 1368 del Consejo de Seguridad, es legítima una respuesta estadounidense”. A la par, la OTAN dedujo que se daban las condiciones indispensables para agilizar el Artículo 5 del ‘Tratado del Atlántico Norte’ o ‘Tratado de Washington’.
Sin introducirme de lleno en la materia, el ejercicio abordado por Estados Unidos desde un escrupuloso enfoque jurídico, colisiona frontalmente con diversos menesteres requeridos para desempeñar la ‘legítima defensa’. Evidentemente, hubo información enviada al Consejo de Seguridad, tanto en lo que atañe a la apreciación de las acometidas materializadas en los atentados a las Torres Gemelas y el Pentágono, la inmediatez del rechazo, su proporcionalidad, o el carácter del ejecutante que cometió el ataque, se contrastan en el momento de tantear la legitimidad de la invasión.
A este tenor, la visión adquirida por el Consejo de Seguridad en calidad de órgano consignado para salvaguardar la paz y la seguridad internacionales, no han faltado sectores que lo han censurado tajantemente, habida cuenta de las operaciones estadounidenses que ha defendido, no ya sólo en el trazado de la ocupación de Afganistán, sino en las que a posteriori le antecedieron, teniendo como muestra más flagrante la realidad iraquí.
En esta misma hechura, la invasión de Afganistán, aun contando con el consentimiento del grueso de la Comunidad Internacional, confirmó una predisposición que resaltó en la ‘Guerra de Kosovo’ (5-III-1998/11-VI-1999): el unilateralismo norteamericano.
Tómese como prueba irrefutable la derrota cosechada en Vietnam (30-IV-1975), entrañando un serio encontronazo para la política exterior estadounidense. Amén, que la entrada en la ‘Primera Guerra del Golfo’ (17-I-1991/28-II-1991) y su triunfo sobre Saddam Hussein (1937-2006), acrecentó su autoestima, volviendo a presumir que las tenía todas consigo, en cuanto a la capacidad tecnológica para ganar sin paliativos, cualquier guerra.
Esta imagen se robusteció con la derrota resuelta de los talibanes en diciembre de 2001 y la ofensiva de Iraq en 2003. Intervenciones avistadas en Oriente Medio como una política de tintes imperialistas, al ser definidas como ‘unipolar moment’ o ‘unilateralismo hegemónico’.
La determinación de hostigar Irak y desmantelar al régimen de Saddam posee una larga data: el quebrantamiento de las Resoluciones del Consejo de Seguridad subsiguientes a la ‘Guerra del Golfo’, más el convencimiento estadunidense de la fabricación de armas nucleares y las suspicacias en los lazos de la red terrorista Al Qaeda, allanaron el camino para desplegar un ataque preventivo.
A resultas de todo ello, la invasión de Afganistán (7/X/2001) arrancó con incursiones aéreas en la designada ‘Operación Libertad Duradera’, asumiendo la destrucción de la fuerza militar del régimen talibán y de Al Qaeda.
Las tropas norteamericanas tuvieron la cooperación y el apoyo del ‘Grupo de Roma’ y la ‘Alianza del Norte’.
Los primeros estaban establecidos alrededor del antiguo rey de Afganistán, Mohamed Asir Shah (1914-2007), reconocido oficialmente como ‘Padre de la Patria’ y constituidos por individuos leales a la monarquía, componentes prooccidentales y moderados provenientes de la resistencia antisoviética, tecnócratas de los gobiernos anteriores al comunismo y líderes de las estructuras tribales.
Y los segundos, se instituían como el único bastión de oposición con fortaleza en el campo de batalla, conducidos por algunos señores de la guerra con claro reconocimiento internacional, dando continuidad a la antigua dirección de Rabbani.
Estos respaldos internos se calificaron de total trascendencia para Estados Unidos, de cara a la incidencia para el desalojo de los talibanes y preparar una transición pacífica enfocada a la democracia.
Con la victoria vertiginosa sobre la autodenominada organización militar islamista-deobandi, Naciones Unidas auspició la ‘Conferencia de Bonn’ con la voluntad de tratar el futuro de Afganistán, englobando las aportaciones de la ‘Alianza del Norte’, el ‘Grupo de Roma’, una representación de exiliados en Chipre secundados por Irán, y, por último, un círculo asentado en Peshawar, localidad perteneciente a la provincia de la Khyber Pakhtunkhwa y avalado por Pakistán.

Quedando en paréntesis la primera parte de esta disertación, la Operación retorno al paraíso talibán, se aquilata como un potente aliciente para el islamismo radical en Oriente Próximo, el Norte de África y el Sahel, pero, muy especialmente en el país de Asia Central: Afganistán

El resultado de la misma se compiló en el ‘Acuerdo de Bonn’, puntualizando la plasmación de una autoridad provisional con la encomienda de encauzar a Afganistán hacia unas elecciones democráticas.
Al mismo tiempo, como cuestión fundamentalmente destacada en las interlocuciones, se anticipó la creación de una ‘Fuerza Internacional’, al objeto de avalar la seguridad, incluyendo la del personal de Naciones Unidas y otros integrantes desplegados de organizaciones gubernamentales y organizaciones no gubernamentales.
La sistematización de esta gestión quedó precisada con la Resolución del Consejo de Seguridad 1386/2001 de fecha 20/XII/2001, denominándose ‘Fuerza Internacional de Asistencia y Seguridad para Afganistán’, por sus siglas, ‘ISAF’, con la premisa del “mantenimiento de la seguridad en Kabul y en las zonas circundantes para la Autoridad Provisional Afgana y el personal de las Naciones Unidas realizase sus actividades en un entorno seguro”.
Antes de proseguir con la exposición, es necesario subrayar la diferenciación sustancial entre el modelo de operaciones que implantadas por el Consejo de Seguridad, y las operaciones de mantenimiento de la paz cuyo dinamismo está subordinado a esta. Para ser más concreto, la ISAF, corresponde a una de esas fuerzas multinacionales de estabilización que, desde mediados de los noventa, recibe el consentimiento del primer órgano de Naciones Unidas para la ejecución crucial de los desempeños de mantenimiento de la paz.
Sus peculiaridades preferentes, además de la autorización del Consejo, cuenta con la aprobación del Estado receptor de la misma y queda capacitada para servirse de los medios adecuados y llevar a término el mandato asignado. Inicialmente, esta fuerza la comandó Reino Unido y limitaba su trabajo meramente a la ciudad de Kabul, maniobrando con el beneplácito del Consejo de Seguridad para cumplir con las consignas oportunas.
No obstante, la prescripción de la ISAF se restauró en mayo y noviembre de 2002 y prolongado al margen de Kabul por la Resolución 1510 del Consejo de Seguridad. Ya, en agosto de 2003, la OTAN tomaría la iniciativa de la actuación.
Con la atomización de los conflictos y el declive de los talibanes, se concatenaron tres ingredientes que caracterizaron su devenir: primero, la aceptación de una ‘Carta Magna’; segundo, la ‘Convocatoria de Elecciones Presidenciales’ en 2004 y, tercero, los ‘Consejos Provinciales’ en 2005.
De esta manera, se daba por finiquitado el ‘Acuerdo de Bonn’, pero, a todas luces, el caballo de batalla continuaba latente y en ocasiones, ensombrecido a sus circunstancias: mantener la seguridad interna. Indudablemente, ello proporcionó que se ciñese en el designado ‘Pacto para Afganistán’, extractándose las conclusiones finales los días 31 de enero y 1 de febrero de 2006 en la ‘Conferencia de Londres’, y a su vez, amplificándose el encargo de la ISAF, al asociar su tarea a la ‘Operación Libertad Duradera’ que todavía se desarrollaba.
En este contexto fluctuante e indeterminado, los siguientes ocho años nos topamos con dos misiones de pacificación inmejorablemente desenvueltas y coordinadas.
En consecuencia, quedando en paréntesis la primera parte de esta disertación, la ‘Operación retorno al paraíso talibán’, se aquilata como un potente aliciente para el islamismo radical en Oriente Próximo, el Norte de África y el Sahel, pero, muy especialmente en el país de Asia Central: Afganistán.
Veinte años de contienda han dado para mucho, transformando a los talibanes en dueños y amos con sus artimañas detonantes en la administración; al igual, que en su acercamiento a la población; como en su interpretación y trama en la proyección internacional, lo han encaramado en la cúspide de la sin razón. Algunos, como piezas destacadas de su cúpula, en su veredicto enfático, dicen ver complicada la reconciliación con nociones fundamentalistas que les han marcado.
A primera vista, los talibanes han evolucionado desde la guerrilla diseminada de los años inaugurales de la insurgencia a un tendencia organizada, hasta modular un Gobierno análogo en vastas parcelas de Afganistán.
Nada más definido de este pseudogobierno que los dirigentes sumidos en la clandestinidad, un retrato político surgido hace una década y que actualmente compatibiliza severas estrategias sociales obligadas por los altos cargos. Algo así, como una fórmula de corrupción institucional, embaucando el desafecto de los afganos al Gobierno de Kabul y forjado de engranaje en la conexión de las ofensivas militares.
Obviamente, la desbandada de las tropas internacionales ha desprovisto a las fuerzas afganas de la amplitud suficiente para extirpar estos mecanismos.
En este momento, los talibanes disponen de una delegación de paz, conservan el diálogo con Estados Unidos, el Gobierno afgano y con las monarquías del Golfo Pérsico; aparte, de discutir salidas humanitarias con Naciones Unidas y oenegés, son emprendedores en las redes sociales y armonizan comités civiles para negociar la postura de las comunidades locales.
Decisiones todas ellas, que jamás han aclarado un horizonte demasiado nebuloso y cargado de incógnitas sobre sus planes, para dar acogimiento a un supuesto patrón democrático que es incompatible a sus principios.

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