Categorías: Opinión

Dos Angelinas

Una empresa americana, cómo no, quería patentar los genes de la Jolie. Malos genes diría yo, que veo en los de Stephen Hawking, siendo un genio, la condena del deterioro corporal. No me tachen de lo que no soy, porque el tío Adolf me queda muy lejos, pero díganme, en la solemnidad de estas páginas de periódico, si ustedes se cambiarían por el científico con su postración total, encerrada en un cuerpo que le mata poco a poco. Sé que es duro lo que digo, pero sólo comulgo con mis ideas, que son rasantes y móviles, por lo que les diré, en confianza, que la condena de la genialidad, en postración mortuoria, me parece tan maldita como la condena del cuerpo de la Jolie, con el regalo envenenado del cáncer de mama.                                                                                  
Luchadoras las del lazo rosa, luchadora la Fani que peleó como leona, hasta el final y que hasta después de muerta, precisamente con su muerte por cáncer, sacó a su familia , con su seguro de vida, del agujero negro donde estaban. Luchadores ellos, los que como Dani Herrero cogen una enfermedad que postra y lastra y se suben sobre ella y la cabalgan para renovarse y renovar su vida, antes que ceder al desanimo o la desidia.                                                                                                             
Pero no hablamos de eso, no hablamos del ciego de la puerta del Ikea que dice que ya tiene bastante suerte en su vida, porque vive y siente. No hablamos de la cría sorda de la entrada del Hipersol, que sonríe enlatada por la ortodoncia, ni de todos los grandes que nos hacen ver lo pequeños que somos los demás, a su lado, quejándonos porque nos duelen las lumbares o una vez, un verano con la barriga de los gemelos, tuvimos que usar muletas, porque se nos jodió una rodilla.                                                                  Hablamos en realidad, no sé si se habrán dado cuenta, de tecnología genética, de hacer, no ya superhombres o super oldados o superpoderosos genios, sino muñequitas de porcelana, Angelinas, que no sé bien a qué fin irían destinadas.                                          
Un lector me dijo en referencia a mi artículo de Las gordas mienten que se mira demasiado la fachada, para no pararse uno en la trastienda. Y es cierto, miramos la entrada porque los que tienen buenas recepciones pasan las pruebas de los entrevistadores y porque una imagen –buena– vale mal que mil palabras y hasta Umbral que era el santo de las manos tecleadoras y los dedos procaces de palabras, se desnudó delante de una Olivetti y salió en las páginas de una revista, para escándalo de algunos e incredulidad de otros.                                                                                                                
Sigo extrañando aún a Ramón Corrales, porque no he encontrado otro amigo como él y eso no se clona, no se busca genéticamente, ni interesa, porque la gente diferente, los amigos del alma, la comunicación de tú a tú, con líneas telefónicas de por medio, no tiene precio, y si lo tuvieran, no valdrían nunca lo que una patente de la genética de la Jolie. El culo de la López se volverá flácido y esquivo, desguazado, cuando cumpla los 80, pero la mente de Corrales a esa misma edad, era lúcida y se podía bailar con ella.                                           
De todas formas, la genética es una ciencia que no me gusta, me irrita como el azúcar a Dientín, la canción de mis hijos en Primaria, sobre todo si la tomo antes de dormir, porque me hace pensar en la decadencia, no de las arrugas del cuerpo, sino de la mente , que me obligará a olvidar el día que parí a mis hijos o su risa al bañarse en la playa.                                                                                                                                                
No envidio el cuerpo de la Jolie, no envidio ni sus ojos de tigresa, ni el rubio de su cama. Extraño a los amigos que se fueron, a la gente que quise, a lo que se va y se pierde , en el camino del tiempo. Envidio la vejez plena, la mente fértil, el cuerpo senil sin caducidades terminales, el esplendor de la decadencia bien entendida, algo mágico que nadie podrá clonar, ni adobar con soja, ni oligoelementos, sólo la perra de la genética que nos premia o nos castiga, es la que nos luce o nos desluce o nos hace cortarnos las angelinas, para boquear más vida, al lado del rubio que nos mece la cuna.

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