Doña Prudencia era famosa entre los alumnos por dos cosas: la bondad de su carácter y lo dura que era a la hora de poner notas; lo que se conoce con el nombre de “hueso”.
Siempre animaba, nadie le notaba un carácter agrio, irónico o de amenaza. Su sonrisa y su bondad quitaban todas las penas e inseguridades de sus pupilos. Eso sí, era más dura que una piedra a la hora de calificar los exámenes. Yo que sé los bolígrafos rojos que gastaría pues subrayaba todo lo inimaginable: acentos, estilo, mala utilización de verbos, conceptos no adecuados, puntos seguidos, puntos finales, concordancias, no ceñirse a la pregunta o ceñirse demasiado, poner pocos ejemplos o pasarse de la cuenta. Su celo era tal que la tinta roja de los cadáveres de Doña Prudencia llenaba tres folios más del que se repartía para la prueba.
Así, nadie tenía ni el valor ni la fuerza de hacerle una pregunta o presentarle una reclamación pues uno no sabía ni por dónde empezar.
Las malas lenguas y las leyendas urbanas llegaron a contar que una vez llegó a suspender con la nota de 1,3432 a una alumna que antes de hacer el examen ya había fallecido.
Lo más curioso era que todas sus “víctimas le daban la razón cuando repartía los exámenes anunciando una caterva de ceros irremisible”.
Un día, Doña Prudencia anunció a bombo y platillo que dejaría hacer chuletas. Repitió cuatro veces la oferta, incluso el diario “El Faro” le hizo una entrevista pensando que se le había ido la olla a la docente.
Y así, en el instituto, durante una semana no se habló de otro tema. Tanto fue así que la inspección fue llamada a capítulo por la ministra de Educación, la señora Alegría.
Nunca se vio la biblioteca tan llena de chavales buscando libros, resumiendo apuntes, consultando al Google, leyendo todo tipo de información para hacer un chuletón de Ávila que no se lo salta un galgo.
Llegó el día. En el aula estaban todas las que fueron sus víctimas durante todo el año. Entró Prudencia con el ejercicio y, ante la mirada atónita y el gesto desencajado de los discentes, exclamó: “Os dije que podríais hacer chuletas, pero no sacarlas”.
Fue un drama, un silencio tan amplio que se se secaron las gargantas y humedecieron las manos nerviosas que parecían pergaminos por sus anotaciones.
Fue la primera vez en 200 años que no sonó el CAÑONAZO pues se mascaba un apaleamiento como el de Fuente Ovejuna.
A los 15 días, antes de saber los resultados, llegó a oídos del Santo Padre pues la iglesia local barajaba la posibilidad de solicitar un exorcista para quitarle el diablo a la señorita Prudencia.
Se publicaron los resultados y, con lágrimas en los ojos, saltos, brincos, abrazos y alharacas, vieron que los examinandos tenían un 10. La tinta roja esta vez se había quedado en el tintero .
La profesora comprendió que la única forma de motivar a los alumnos era demostrarles que cuando se trabaja a tope, cuando se prepara a conciencia una materia dedicándole el tiempo necesario se supera lo que parece insuperable.
Con los años, al empezar el curso y comentar los profesores asignados a un grupo se decía: Este año me ha tocado la chuleta.
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